Narrado por Mariano Hans:
Camino por el pasillo del hospital con la Abuela Dana, la abuela de Fátima a mi lado. Su paso es lento pero firme, como si cada paso estuviera cargado de ansiedad por ver a su nieta, pero a su vez, conserva el buen humor y una personalidad altiva demasiado agradable. Me ha contado tres anécdotas desde que salimos del ascensor, todas con esa mezcla de sabiduría y picardía que la caracteriza. Nos reímos juntos, como dos cómplices que han logrado conectar... No recordaba a la abuela de Fatima. Ella ha dicho que me vio un par de veces cuando venía de visita y aun su hijo y familia vivían en la casa de servicio de mi familia... Pero a esa edad, lo menos en lo que podría haber reparado algo de atención, seria en una anciana. —Y entonces le dije al médico: “Si me va a operar, por lo menos invíteme un café antes” —dice la abuela, soltando una carcajada que contagia. Sacándome del ensismamiento y preocupación, Fatma, la madre de Fatima, lucía fuera de sí. La única persona a la que le puedo confiar a Fatima en este lugar, es a su abuela. Espero pueda hablar con Fatma y hacerla entrar en razón... Aunque desconozco como es la relación entre suegra y nuera. —¿Y qué hizo el pobre hombre ante tal atrevimiento, abuela Dana? —le pregunto, fingiendo asombro. —Se puso rojo como un tomate. ¡Tenía menos experiencia que tú en estas cosas! —responde, dándome un codazo suave. ¿Cómo cree que tengo poca experiencia con las mujeres? ¿Realmente se muestra cómoda hacia las atenciones que tengo con Fatima? Eso significa que Fatima no tiene novio... Me río con ella, disfrutando de su energía. Es imposible no quererla. Tiene esa forma de mirar que parece leer el alma, y esa sonrisa que desarma las tristezas. Me siento afortunado de estar aquí, de poder acompañarla, de compartir este momento. Espero sea de ayuda para que Fatma se calme, para que Fatima pueda limar las asperezas con su familia. Pero entonces, al doblar la esquina del pasillo, la veo. Fátima. Joder, le pedí que se quedara en la habitación. Y le pedí a el jodido doctor que vigilara a Fatma y a ella en la habitación mientras yo arreglaba la situación. Fatima está de pie junto a la puerta de la sala de recuperación, hablando con el doctor Zayd. Ambos se ríen, pero hay algo en su risa que no es alegría. Es una risa suave, casi forzada, como si intentara sostenerse en medio del dolor. Lo sé porque la conozco. Porque he visto esa expresión en sus ojos antes: esa mezcla de tristeza y agotamiento que no se puede ocultar. Desde que la vi caminar a la habitación con su madre, y asegurar que va a alejarse de mí para que su familia se mantenga alejada de ella, Fátima ha estado sumida en una nube gris. No ha llorado y eso puedo verlo, pero su silencio pesa más que cualquier lágrima. Y ahora la veo ahí, hablando con Zayd, el médico que ha estado más cerca de ella en este momento. El que la ha acompañado en cada decisión, incluso en la de darle el alta. Con la cual yo por supuesto no estoy de acuerdo. El mundo se detiene por un segundo cuando nos acercamos y veo que él, pone sus sucias manos en el mechón rebelde que sale del cabello de Fatima. La abuela también se detiene, como si percibiera el cambio en mi energía. Me observa de reojo, sin decir nada, pero con esa mirada que inquiere y solicita. Fátima no nos ha visto aún. Está demasiado concentrada en Zayd. Él se inclina ligeramente hacia ella, como si compartieran un secreto. Su postura me irrita. Demasiado cerca. Demasiado cómodo. —¿Ese es el doctor que la atendió? —pregunta la abuela, bajando la voz para que solo yo pudiera escucharla. —Sí, así es. —respondo, con los dientes apretados. —Interesante... —dice, y noto el brillo travieso en sus ojos. Damos unos pasos más y Fátima finalmente nos ve. Su expresión cambia, pero no como esperaba. No hay sorpresa. No hay culpa. Solo una sonrisa cordial, cansada. ¿Por qué debería de exigirle sentir culpa? La amo. Pero no puedo negar, que sigo comprometido con Kiara. Y no sé sí eso tendrá alguna especie de solución. —¡Abuela! —exclama, acercándose a nosotros, evita mirarme a mí. Lo sé, piensa que soy un jodido cobarde y que no merezco su cercanía. Zayd se queda donde está, pero su mirada se fija en mí. No hay hostilidad, pero sí una especie de evaluación silenciosa. Como si estuviera midiendo mi reacción. —Hola, Fátima. —digo, intentando que me mire. —Estábamos hablando del alta médica. Quiero irme. No quiero encontrarme con mi padre. Tengo un mal presentimiento, y ya la llegada de Fatma ha sido dura. Me ha golpeado. Zayd ha llegado en el momento justo en el que estuvo a punto de volver a hacerlo, por cierto. —explica ella, señalando al doctor. —, Zayd me estaba explicando los cuidados que debo seguir en casa. —insiste Fatima. Trago en seco. Jamás pensé que Fatma fuera una mujer capaz de pegarle a alguien... —¿Alta médica? —repito, con una sonrisa que no llega a los ojos. —. ¿sigues pensando que lo mejor para ti es irte, Fatima? —Sí. —responde ella, bajando la mirada. —, quiero estar en casa. Aquí todo me recuerda a cosas terribles. Quiero escapar. Y ni siquiera sé si en este punto, la casa que comparto con Dana, sea un lugar seguro cuando mi padre llegue a buscarme. —¿Y crees que estar en casa va a ayudarte a sanar lo que está pasando con tu familia, crees que sera mejor que recuperarte y luego enfrentarlos?—pregunto, sin poder evitar que mi voz se endurezca. —No lo sé. Necesito pensar en qué es lo mejor para mí y a donde iré. —responde. —, pero aquí me siento atrapada. Ella sigue en esa habitación. No hemos hablado desde lo que pasó. No puedo respirar. —Estará bien. Lo hemos hablado. —interviene Zayd, con tono profesional. —, hemos evaluado su estado físico y emocional. El entorno hospitalario ya no le beneficia. —¿Y tú eres experto en emociones ahora?, ¿no se supone que eras traumatologo? —pregunto, cruzando los brazos y ocultando mis celos. Fátima frunce el ceño. No le gusta mi actitud, lo sé. Pero no puedo evitarlo. Hay algo en la forma en que él la mira, en cómo ella responde, que me revuelve el estómago. —Mariano, no es momento para que empieces a hacer teatro. Puedo estar en peligro. —dice ella, con voz baja pero firme. —¿Empezar qué? Solo estoy preocupado. No quiero que tomes decisiones apresuradas. —le digo con molestia. —No es apresurado. —responde Zayd. —, es lo mejor para ella. Y no está sola. Tiene apoyo. Puedo ayudarla a esconderse durante unos días, y a usted también, Tía Dana. —interviene el hombre haciendo que mis manos empiecen a sudar. ¿Por qué Fatima confiaría en él? —¿Tu apoyo? —pregunto, con sarcasmo. —El de todos los que sabemos la situación por la que está pasando y entendemos la gravedad del asunto. —responde él, sin alterarse. La abuela Dana se cruza de brazos, disfrutando del espectáculo. Sé que está encantada con la tensión. Para ella, esto es mejor que cualquier novela turca. —Fátima tiene derecho a decidir lo que quiere hacer. Yo debería de hablar con Fatma... Pero mi nuera jamás me ha tomado en cuenta para consejo, y te lo he dicho en el camino, Mariano. Y sí Fatima cree que lo mejor es esconderse, no puedo meterme. Mi hijo jamás es predecible. —dice, como si fuera la jueza de un duelo medieval. —, y si dos hombres se interesan por ella, pues qué bendición. ¡Eso significa que mi nieta sigue siendo irresistible!, ¡y que ambos la ayudarán! Fátima se sonroja, pero no dice nada. Zayd sonríe, como si la abuela le hubiera dado permiso para seguir en el juego. ¿De verdad, un hombre que conoció hace horas, tiene velas en este asunto? ¿Fatima esta haciendo esto para hacerme sentir celos? —No estoy aquí para competir. —dice Zayd. —, solo para ayudar. Como profesional, y como hermano musulmán. —Y yo estoy aquí porque la amo. —respondo, sin pensarlo. El silencio que sigue a mi declaración pública es espeso. Fátima me mira, sorprendida. Zayd baja la mirada por un segundo, pero luego vuelve a levantarla con serenidad. —Entonces deberías confiar en ella. —arroja Zayd. —Confío en Fatima. —respondo. —, pero no en ti. A ti no te conozco. Fátima da un paso atrás de ambos. Está molesta. Lo sé. Pero no puedo fingir que no me afecta verla tan cómoda con él. Él es un extraño. —Mariano, esto no es justo. —interviene Fatima. — Zayd ha estado aquí como profesional. Me ha apoyado, me ha escuchado. No tienes derecho a tratarlo así. Se ofrece a esconderme porque tú no podrías hacerlo. Eres el prometido de mi hermana, saben tus pasos. Será el primer lugar donde me buscaría mi padre, no quiero verlo. No estoy lista. Tengo poco tiempo para irme, ver a mi madre después de tantos años me ha afectado. —¿Y yo? ¿Dónde estaba yo? ¿No fui yo quien te llevó al hospital?, solo he querido apoyarte, pero con el tema de tu madre... Tú dijiste que te alejarías de mí. —le digo con recelo. —Sí, y te lo agradezco. Me salvaste. —responde Fatima. —, pero eso no te da derecho a decidir con quién puedo hablar. Ni cuánto tiempo debo quedarme aquí. Eres el futuro esposo de mi hermana, y por ello todo es complicado para ambos. Necesito espacio, Mariano. La abuela se aclara la garganta, como si quisiera intervenir, pero se contiene. Está disfrutando demasiado. —Tal vez deberíamos dejar que Fátima decida. —dice la abuela finalmente. —, después de todo, es su vida. Su corazón. Y ustedes dos parecen muy interesados en él. Zayd sonríe a secas, pero no dice nada. Fátima me mira, luego lo mira a él. Hay confusión en sus ojos. Y dolor. Está agotada. No por la enfermedad, sino por nosotros. Porque tiene miedo, y el miedo la ha cegado. —No quiero que peleen por ayudarme. —dice—. No ahora. No aquí. —Entonces dime qué quieres, Fatima. —le exijo. Ella suspira con resignación. Mira al suelo. Luego levanta la cabeza con decisión. —Quiero paz. De verdad. —responde—. Y si eso significa que tengo que aceptar la ayuda de Zayd para esconderme de la amenaza de mis padres, por un momento, lo haré. Sé que la ley no hará nada ante esta situación. Y en este momento, mi situación migratoria puede guindar de un hilo sí me quedo sin trabajo... Y es lo mas seguro que suceda. —explica Fatima con tristeza. Lo peor que podría pasarle, es tener que regresar a sus país... Sé que ha ido de visita... Pero ¿volver a ahi, después de esto? se que no lo soportaría. Zayd me mira. Yo lo miro. Hay una tregua silenciosa. No porque lo respete, sino porque respeto a Fátima. —Está bien, haz lo que creas que sea lo más seguro. Me voy a ocupar de averiguar y solucionar lo inherente a tu estatus migratorio. Tranquila. —profiero intentando ser apacible. Fátima sonríe, aliviada. La abuela nos toma del brazo a ambos, como si fuéramos dos niños que necesita guiar. —Tenemos que ir con calma, Mariano. Mi hijo, aunque no lo parezca, tiene contactos peligrosos. Aquí, en Armenia, en Siria... Lo mejor, es que Fatima piense las cosas. Tú tienes que decidir, si de verdad quieres enfrentarte a esto. —arroja la abuela Dana con tono decidido. Me gustaría pensar que me enfrento a la lucha por el amor... Pero a su vez, una parte de mí, empieza a sentir que me tendré que enfrentar a una sociedad criminal... Y jamás me he preparado para ello.