Dulce héroe.

Narrado por Fatima Hneidi:

Fui perpetrada y humillada y no supe que hacer.

Me prometí actuar diferente cuando tuviera a uno de ellos frente a mí. Juré que no me volverían a doblegar.

Pero al verla... Sentí tanto.

Que quise abrazarla. Olerla. Hablarle.

Estoy de pie en la habitación donde hace un rato estuve postrada, con la espalda tensa y extremadamente adolorida y las manos temblando por toda la tensión que se respira. Mi madre me ha arrastrado hasta aquí como si fuera una niña desobediente. Como si no hubieran pasado años. Como si no hubiera aprendido a respirar sin ella. Como si yo siguiera perteneciendo a su yugo.

Mariano está afuera. Zayd también. Pero ahora, solo estamos ella y yo. Fatma, y yo.

Fatma Hneidi. La mujer que me enseñó a callar, la mujer que me enseñó a fingir delante de todos que siempre estaba bien, la mujer que ahora me mira como si yo fuera una traición. Como si le diera asco.

—¿Qué estás buscando, Fatima? ¿Arrastrarte de nuevo a los pies de Mariano? ¿Destruir el compromiso de tu hermana?, quiero saber porqué después de tanto, apareces en nuestras vidas. —me escupe, con los ojos encendidos.

—No estoy buscando nada. Solo vine a cerrar un tema legal de mi trabajo. No vine por ustedes. No quería arruinar ningún compromiso. —respondo, con la voz firme.

—¿Cerrar? ¿Cerrar qué? ¿La vergüenza que nos hiciste pasar? ¿La historia que inventamos para salvar tu nombre? —dice, y da un paso hacia mí.

Mi madre cree que estaba enterada del circo mediático que se armaron en la comunidad con mi nombre... Mientras que yo, a duras penas me enteré de esto cuando conversé con Mariano y me lo dijo como excusa de no haberme vuelto a buscar después de que mis padres me enviaron a un internado.

—Esa historia que se inventaron en su loca cabeza era más digna de vivir para mí, que la verdad. —digo.

—¿Digna?, ¿te parece que te mereces haberte casado con un hombre árabe millonario, a pesar de que tuvieras que aceptar que tomara otra esposa?, ¿siendo tú como eres? —pregunta, con burla.

—Sí. Me salía mejor apoyar la mentira. Decir que estaba casada con un hombre de Dubai, multimillonario, que me había permitido tomar otra esposa. Que vivía en paz, en silencio, en obediencia. —digo, y siento el calor subir por mi cuello.

—¡Porque eso era lo que debías hacer! ¡Callar! ¡Obedecer! ¡Ser útil! —grita mi madre con estruendo.

—¿Útil para qué? ¿Para que ustedes pudieran seguir fingiendo que eran una familia perfecta? —le grito.

—¡No me grites! —dice, y su mano vuela.

La cachetada me toma por sorpresa. No por el dolor, en este momento mi cuerpo está tan frágil por los golpes que sufrí en el accidente que una cachetada no es nada. Sino, por la familiaridad.

Es la misma mano que me golpeó cuando tenía trece años por usar lápiz labial, que me empujó contra una pared por decir que quería estudiar medicina.

La misma que ahora me recuerda que, para ella, yo nunca fui suficiente. No me odian por amar al mismo hombre que mi hermana supuestamente ama, no me odian por ejercer mi carrera universitaria. No me odian porque tengo un tono de voz alto. Me odian por ser Fatima.

Me llevo la mano a la mejilla. No lloro. No me muevo.

—Eres una decepción. —dice, con voz baja. No quiere que las personas afuera la escuchen discutir. Ella siempre quiere verse serena y sutil ante todos.

—Y tú eres una mentira. Siempre lo eres. —respondo.

Ella se ríe. No con humor. Con desprecio. No la había visto ser tan directa con sus sentimientos anteriormente, ella también ha cambiado.

Me duele admitir, que en algún tonto momento de mi inocencia, creí que mi madre era un poco diferente a mi despiadado padre. Pero una vez más, yo me equivoqué.

—¿Sabes por qué es importante que Mariano se case con Kiara? —pregunta, como si estuviera explicando una lección.

—Ilumíname. —respondo, con sarcasmo.

—Porque su familia está debilitada. Porque su empresa necesita respaldo. Porque Omar ha negociado cada paso de ese matrimonio para consolidar alianzas. Porque Kiara es obediente, pura, y sabe cuál es su lugar. —arroja mi madre y tensa sus labios.

—¿Y yo? ¿Cuál es mi lugar? —pregunto desorientada. Me gustaría poder gritar que soy una abogada que tiene un empleo, pero la verdad... En este momento, ni siquiera estoy demasiado segura de ello.

¿Hasta cuando tendré tanta mala suerte?

—Tú no tienes lugar. Tú lo perdiste cuando decidiste pensar por ti misma sin importar lo que significaba. Olvidando que creciste con unos principios y que debías portarte en base a ellos. —responde mi madre sin titubear.

Me quedo en silencio.

No porque esté de acuerdo.

Porque estoy conteniendo todo lo que quiero gritar.

—Tu padre viene en camino. —dice Fatma, como si fuera una sentencia.

—¿Y qué con eso, mamá? —respondo.

—Y yo me voy a quedar aquí. En esta clínica. Hasta que él llegue. Hasta que podamos llevarte de vuelta. Hasta que esto se resuelva como debe ser. —profiere mi madre, lo hace con tono amenazador.

—¿Como debe ser? —repito intentando hacerlo en su mismo tono.

—Sí. Como lo hemos decidido. —insiste mi madre.

—¿Y si yo no quiero? —pregunto.

—No tienes opción. Maldita sea Fatima, cállate. —arroja Fatma, ha perdido la calma.

La puerta se abre.

Zayd entra con una sonrisa apenada.

Su rostro cambia al verla.

—Tía Fatma… —dice, pero su voz se quiebra.

Ella se gira, sorprendida.

—Zayd. —dice, con tono dulce. El mismo tono que usa en la mezquita. El mismo que usa cuando habla de caridad, de fe, de compasión.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta él, mirando mi rostro, mi mejilla roja, mi cuerpo tenso.

—Esto no es asunto tuyo. —dice mi madre con sequedad, ha sido imposible que suene amable diciéndolo.

—¿No? —Zayd da un paso más cerca. —, porque yo creí que eras una mujer ejemplar. Una colaboradora destacada. Una madre devota. Una creyente compasiva. —espeta Zayd con voz suave pero contundente a la vez...

—Lo soy. —dice ella, con firmeza.

—¿Y esto? —señala mi rostro golpeado. —¿Esto, lo que le estás haciendo a Fatima, también es parte de tu devoción?

Ella no responde.

—¿Sabes lo que me enseñaste en la mezquita? Que la fe sin amor es solo control. Que el Islam sin compasión es solo castigo. Eres una hipocrita, Fatma. —dice Zayd.

—No tienes derecho a juzgarme. —dice Fatma y sus ojos se vuelven iracundos.

Esto sí ha sido un buen desarrollo de acontecimientos... Por fin, alguien que no soy yo, es consciente de que mi familia forma parte de las personas que son agresivas, malas, y se esconden de los juicios.

—No estoy juzgando. Estoy decepcionado. —responde.

Ella lo mira.

Por primera vez, parece perder el control.

—Fatima es mi hija. Yo decido lo que es mejor para ella. —le asegura mi madre y se encoge de hombros con burla.

—No. Ella decide. —responde Zayd, y se gira hacia mí.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—No. Pero estoy despierta. —respondo.

Zayd me mira con una mezcla de rabia y ternura.

No dice nada más.

No necesita hacerlo.

Mi madre se queda en silencio.

Su máscara se ha roto.

Ya no es la mujer de la mezquita.

Ya no es la madre perfecta.

Es solo una mujer que no sabe amar sin controlar.

Zayd me ofrece su mano.

La tomo.

Y salimos de la habitación.

No como paciente y médico. No como amigos... Apenas él y yo nos conocemos...

Como dos personas que han decidido que la verdad, por dolorosa que sea, es mejor que cualquier mentira bien vestida... Que cualquier mentira con ojos dulces y timbre de voz suave y sumiso, no soy Fatma. Y jamás querré serlo.

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