ÉLISE
Cierro la puerta con violencia, sin mirar atrás. Mis tacones golpean el asfalto con una prisa desesperada, cada paso resuena como una orden de huida, como si mis piernas solas pudieran arrancarme de lo que acabo de dejar atrás. Corro, o quizás tropiezo, impulsada por una voluntad feroz de escapar de mí misma, de mi olor, de su huella, de este silencio que, ya, me grita lo que me niego a escuchar.
Mis manos tiemblan mientras rebusco en mi bolso. Las llaves se escapan, resbalan entre mis dedos sudorosos. Maldigo, golpeo con el puño la carrocería lisa. Luego, por fin: el frío del metal, seco, cortante, real. Una realidad de la que ya no tengo refugio.
Me introduzco en el coche, cierro la puerta con un gesto seco, infundo toda mi urgencia en la llave que giro en el contacto. El motor ruge. Arranco de golpe. La noche me engulle.
Conduzco rápido. Poco me importa.
El aire me abofetea el rostro a través de la ventanilla entreabierta, pero no purifica nada. Su olor sigue ahí. En mí. Dentro de mí. Persistente. Insportable. Impregnado en mi piel, incrustado bajo mis uñas, alojado en el hueco de mis riñones, entre mis muslos aún doloridos.Me parece ser un campo de ruinas. Y, sin embargo, aún me mantengo en pie.
Mi voz interior se ensaña.
Me maldigo. Me acuso. Me insulto en voz baja.— Imbécil.
— Lo dejaste hacer. — No dijiste nada. — Lo deseaste.No.
No. No lloro. Aún no. Me lo prohíbo. Él no lo merece. Yo no lo merezco.Las rejas de la casa se abren, dóciles, en respuesta a la señal del control remoto. Todo aquí obedece. Todo aquí brilla. Los setos están recortados con una minuciosidad casi militar. Las paredes son demasiado blancas, demasiado lisas. La entrada de grava perfecta ni cruje bajo los neumáticos.
Pertenezco a este lugar sin haber vivido realmente aquí.
Abandono el coche en la entrada, subo las escaleras como si me dirigiera hacia una sentencia. La puerta se abre a un silencio lujoso. Casa vacía. Como siempre. Mamá, seguramente recluida en su habitación. ¿Papá? En el extranjero, donde los contratos pesan más que las ausencias.
Mejor así.
Esta noche, no soportaría tener que pretender.Subo al piso, me quito los zapatos mientras camino, suelto mi cabello, los dedos aún entumecidos por la vergüenza. En mi habitación, todo está ordenado, liso, frío. Nada ha cambiado. Todo parece negar lo que siento. Como si el espacio mismo me devolviera la imagen de una chica que ya no soy.
Entro en el baño, enciendo la luz.
Y ahí, en el espejo, me encuentro.No me reconozco.
El rostro está deshecho. Una marca roja en la mejilla. El cabello despeinado. Los ojos hinchados por lo que aún retengo. Mis labios… dañados. Y esa mirada, ¡esa mirada! Hendida por la vergüenza, pero aún brillante de un deseo que me esfuerzo por ignorar.
Entonces, levanto la mano.
Me abofeteo. No para hacer daño. Para escuchar. Para marcar.— Eres ridícula, Élise.
— Una niña mimada, inconsciente. — Una muñeca de porcelana que se ha roto sola.Desabrocho mi blusa con prisa. Cae al suelo. Huele a su olor. Me quito la falda, las bragas aún húmedas, el sujetador torcido. Estoy desnuda. Desnuda bajo esta luz cruda que no perdona nada. Me miro de nuevo. Y me odio por seguir siendo hermosa, por seguir viva, por seguir deseando.
Entro en la ducha, abro el agua al máximo. Está hirviendo. Perfecto. La quemadura lava mejor que el frío. Tomo el jabón, froto sin piedad. Mis brazos. Mi vientre. Mis muslos. Más fuerte. Otra vez. Hasta enrojecer la piel, hasta hacerla hablar por mí.
Insisto donde él me tomó. Como si el dolor pudiera convertirse en reparación.
Pero nada se va.
Nada se borra. Aún siento su huella en mi carne. Y peor que todo, aún siento mi propio placer. Insportable.Me dejo resbalar contra la pared. El azulejo está helado. El agua, sin embargo, sigue fluyendo, hirviendo. Estoy encogida, con los brazos alrededor de las rodillas, la cabeza baja.
Y solo entonces, cedo. Lloro.No son lágrimas discretas. No.
Son sollozos enteros. Profundos. Como si mi cuerpo finalmente evacuara lo que mi boca no ha sabido decir.Me mezo.
Como una niña. Como una mujer traicionada por sí misma.— Eres sucia.
— Eres culpable. — Lo quisiste. — No impediste nada.Cierro los ojos.
Y su imagen se impone.
Sus manos.
Su mirada. Su voz. Y yo. Gimiendo su nombre.Entonces, una última vez, me golpeo.
Y en un susurro, apenas un murmullo, pronuncio la única promesa que aún puedo formular sin traicionarla:
— Nunca más.
Jamás más. Te lo juro, Marcus.