Leonardo
Nunca me había sentido tan fuera de control. Yo, Leonardo Santoro, el hombre que había construido un imperio con la precisión de un relojero suizo, me encontraba ahora observando las cámaras de seguridad como un adolescente obsesionado. En la pantalla principal, Luna caminaba por el jardín junto a Mateo. Reían. Ella le tocaba el brazo ocasionalmente. Él se inclinaba para susurrarle algo al oído.
Apreté el puño hasta que mis nudillos se tornaron blancos.
—Señor, los informes que solicitó —interrumpió Vázquez, dejando una carpeta sobre mi escritorio.
No aparté la mirada de la pantalla. —¿Encontraste algo?
—Nada concluyente, señor. El señor Mateo tiene un historial laboral impecable. Sus finanzas son modestas pero ordenadas. No hay señales de actividades sospechosas.
Resoplé con frustración. Debía haber algo. Nadie es tan perfecto.
—Sigue buscando. Quiero saber con quién habla, a dónde va cuando sale de aquí, qué hace en su tiempo libre.
Vázquez me miró con una expresión que no