Leo
El lienzo frente a mí era un campo de batalla. Cada pincelada, una herida abierta; cada sombra, un secreto. Llevaba horas encerrado en el estudio que Leonardo había acondicionado para mí en la mansión, aunque nunca se lo pedí. Un espacio amplio con ventanales que daban al jardín trasero, equipado con materiales que costarían más que todo lo que había poseído en mi vida.
Mojé el pincel en carmesí intenso y lo arrastré con furia sobre el lienzo. No estaba pintando a Luna. Estaba pintando su dolor.
Mi hermana, siempre tan fuerte, tan protectora, ahora convertida en una marioneta de sonrisas ensayadas y miradas perdidas. La había observado durante semanas, captando esos momentos fugaces en que su máscara se resquebrajaba cuando creía que nadie la veía. Esos instantes de vulnerabilidad eran los que ahora plasmaba en el lienzo.
En mi pintura, Luna aparecía de perfil, con la mirada fija en un horizonte invisible. Su rostro, parcialmente iluminado, revelaba una lágrima suspendida en el ti