*perspectiva de Santa Oria*
El cielo sobre Santa Oria era un tajo rojo, desgarrado por columnas de humo y fuego.
Las calles, antes llenas de vida, ahora eran un infierno de gritos, vidrios rotos y cuerpos esparcidos sin orden ni piedad.
La masacre había comenzado hacía unas pocas horas, pero ya no quedaba casi nadie en pie.
Las criaturas no venían del cielo, ni emergían con furia animal.
Simplemente estaban ahí, como si siempre hubieran estado, esperando que algo las liberara.
Sus cuerpos no tenían forma definida: dientes donde no deberían, extremidades que se arrastraban o colgaban de torsos retorcidos.
Ojos —demasiados ojos— que veían incluso en la oscuridad.
Benja corría por la avenida principal con el corazón a punto de estallar.
Tenía solo quince años, el rostro manchado de sangre (no sabía si era suya o de otro), y un solo pensamiento en la cabeza: correr o morir.
—¡Elizabeth! —gritó, mirando hacia atrás.
La vio doblar la esquina, los jeans rasgados y la remera sucia, con lágrim