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CAPÍTULO 1 – La vida perfecta

CAPÍTULO 1 – La vida perfecta

El espejo devolvía la imagen de una mujer que parecía tenerlo todo: elegancia, éxito, belleza. Isabella Fuentes Mansilla, treinta y un años, cabello oscuro que caía como seda sobre sus hombros desnudos, labios suaves pintados de carmín y una mirada que, aunque brillante, aún conservaba en el fondo un rastro de melancolía.

El reloj marcaba las siete y media. En menos de media hora debía estar lista para acompañar a su esposo, Gabriel Fuentes Mansilla, a la gala anual de beneficencia de su empresa constructora, Fuentes Global.

La habitación principal de su casa era amplia, decorada con un gusto refinado que hablaba de la plenitud alcanzada por ambos: tonos marfil, cristales tallados, detalles dorados que daban un aire de lujo sin ostentación. Isabella colocó el último toque de perfume en su cuello, respirando hondo antes de tomar el bolso de mano. Entonces, el sonido insistente del teléfono interrumpió la calma.

Vio en la pantalla el nombre de “Mamá”.

Dudó un instante.

Podría dejarla sonar. Decir luego que no escuchó. Pero sabía que su madre no se rendiría con facilidad.

— Está bien —murmuró para sí, apretando el botón verde—. Hola, mamá.

Del otro lado, la voz de Catalina sonó cálida, algo ronca, cargada de esa familiaridad que mezclaba amor y preocupación constante.

— Hija, ¿cómo estás?

Isabella sonrió con un poco de tensión.

— Con algo de prisa, mamá. Me estoy alistando para acompañar a Gabriel a una gala, y no tengo mucho tiempo.

— Siempre estás apurada, hija… —respondió Catalina con un tono suave, pero con ese matiz que la hacía sentirse observada, casi juzgada.

Isabella suspiró.

— ¿Mamá, necesitás algo?

Hubo una breve pausa.

— ¿No te acuerdas qué fecha es hoy?

Isabella frunció el ceño.

— No, mamá. ¿Qué día es hoy?

El silencio del otro lado se volvió denso, casi doloroso.

— Hace siete años que desapareció Alejandro.

El aire pareció cortársele por un instante. Isabella se apoyó en la cómoda, como si el nombre tuviera el poder de abrir una herida que ya creía cerrada.

— Mamá, Alejandro está muerto. —Su voz se endureció—. Y no quiero empezar nuevamente una conversación dramática sobre el pasado. Pude seguir con mi vida, y aunque les duela, ustedes deberían hacer lo mismo.

— Yo solo… —empezó Catalina, pero Isabella la interrumpió con suavidad.

—Te llamo mañana, mamá. Si ocupás algo, me avisás.

Un silencio resignado.

—Saluda a Gabriel. Que se diviertan, hija.

La llamada terminó. Isabella permaneció un momento quieta, mirando su reflejo. Aquellas palabras seguían retumbando como un eco del ayer. Hace siete años...

—Siete años —susurró para sí—. Y todavía no puede dejarlo ir.

Sacudió la cabeza, se enderezó y se obligó a sonreír.

— Esta noche es importante —se recordó en voz baja—. No voy a arruinarla por un fantasma.

El sonido de pasos se acercó por el pasillo. Gabriel apareció en el marco de la puerta, impecable con su traje negro y la elegancia natural que siempre lo distinguía. Sus ojos, de un gris profundo, se iluminaron apenas la vio.

— Amor —dijo con esa sonrisa que siempre lograba desarmarla—, estaba esperando ver el color de tu vestido para escoger la corbata de hoy.

Isabella se giró. El vestido de seda color vino resaltaba su figura con un equilibrio perfecto entre sensualidad y clase.

Gabriel silbó suavemente.

— Estás preciosa. —Se acercó hasta quedar frente a ella—. Entonces, esta corbata rojo borgoña me va perfecto.

Ella asintió, sin poder evitar sonreírle.

— Siempre haces que combine todo.

— Y tengo una sorpresa para ti —dijo él, con esa emoción traviesa que la hacía sentir como una niña cada vez que la miraba así—. Date la vuelta.

Ella obedeció. Sintió cómo los dedos de Gabriel se movían con cuidado sobre su cuello, el roce frío del metal y, luego, el peso suave del collar cayendo sobre su piel. Era un delicado dije en forma de corazón, con pequeños diamantes incrustados que atrapaban la luz del cuarto.

— Ahora estás perfecta —susurró él junto a su oído.

Isabella sonrió con ternura, tocando el colgante.

— Es precioso, Gabriel.

— No más que tú. —Él le acarició el cabello—. No importa el lugar al que vayamos, siempre soy la envidia de todos los presentes cuando te tengo a mi lado.

Ella giró para enfrentarlo. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Gabriel la besó en la frente, un gesto lleno de cariño, y luego extendió su brazo.

— ¿Lista para ser la mujer más admirada de la noche?

— Solo si tú eres el hombre que esté a mi lado.

Salieron juntos. Afuera, el chofer los esperaba con el coche encendido. Gabriel, como siempre, le abrió la puerta con ese detalle caballeroso que nunca había perdido. Isabella subió, acomodando el vestido, mientras él rodeaba el vehículo para sentarse a su lado.

El trayecto fue sereno. La ciudad brillaba bajo las luces nocturnas. Isabella miró por la ventanilla y pensó, por un instante, en todo lo que había cambiado en esos siete años. De la joven estudiante que le costaba llegar a finales de mes, a la mujer segura que ahora ocupaba titulares en revistas de sociedad. Había aprendido a sobrevivir, a reinventarse, a amar de nuevo.

Gabriel la observó de reojo.

—¿En qué piensas?

Ella se giró hacia él, sonriendo con calma.

—En ti, por supuesto.

Él sonrió también, aunque supo que no era del todo cierto. Pero decidió no insistir. Amaba a Isabella tal como era: con sus luces y sus sombras, con su corazón marcado por cicatrices invisibles.

La gala se celebraba en el salón principal del Hotel Imperial, un edificio de arquitectura neoclásica con columnas imponentes y una cúpula central que reflejaba la luz de los candelabros. Los flashes de las cámaras los recibieron apenas bajaron del coche.

— ¡Isabella! ¡Señora Fuentes! ¡Una foto, por favor! —gritaron los fotógrafos.

Gabriel tomó su mano y la guió con elegancia por la alfombra roja. Isabella sonrió con esa mezcla de timidez y porte que la hacía destacar sin esfuerzo.

Dentro del salón, la música suave de una orquesta llenaba el ambiente. Isabella sintió la mirada de decenas de personas sobre ellos. Era cierto lo que Gabriel decía: eran la pareja más envidiada del lugar.

Los hombres la admiraban, las mujeres suspiraban por él. Pero lo que más llamaba la atención era la forma en que se miraban el uno al otro: como si el resto del mundo no existiera.

— ¿Te sientes bien? —preguntó Gabriel, acercándose para servirle una copa de vino.

— Sí —respondió ella, aceptándola—. Solo estaba recordando cuánto hemos avanzado juntos.

Él le rozó la mano con ternura.

— Y apenas estamos empezando.

Durante la cena, Gabriel conversó con socios, inversionistas y funcionarios. Isabella lo observaba con orgullo. Su esposo tenía ese tipo de carisma natural que no necesitaba imponerse; bastaba con su voz segura y su mirada franca. Era el tipo de hombre que generaba respeto y confianza, y ella sabía lo afortunada que era de tenerlo.

La noche siguió su curso. Rieron, brindaron, bailaron. Isabella, en brazos de Gabriel, se sintió liviana, segura, casi feliz. Pero mientras la música se deslizaba entre los cuerpos, una idea comenzó a crecer en su interior: ¿y si el pasado aún no había terminado?

Cuando regresaron a casa, pasada la medianoche, Gabriel la ayudó a quitarse el collar.

— ¿Te gustó la velada? —preguntó, acariciándole el hombro.

— Mucho. —Ella sonrió, aunque sus pensamientos estaban lejos.

Se acostó a su lado y apagaron las luces. En la oscuridad, Isabella permaneció despierta más tiempo del que quiso admitir.

Cerró los ojos, y en su mente, como una fotografía que el tiempo no logró borrar, apareció un rostro. El de Alejandro. Hace mucho no pensaba en él. 

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