La noche aún palpitaba con el eco de la humillación cuando William cerró con fuerza la puerta del comedor. Los candelabros seguían encendidos, las copas llenas, pero el alma de la mansión Pembroke se había oscurecido. Isabel caminaba a su lado, con el rostro encendido por la indignación. Ni una sola palabra había dicho desde que expulsó a su madre del salón, pero sus manos temblaban de furia. William, pese a todo, la miró con una mezcla de desconcierto y ternura. Jamás imaginó que Isabel sería capaz de levantar la voz de esa forma, mucho menos contra su propia madre. Aún podía escuchar el silencio que se hizo tras sus palabras: “Aquí nadie humilla a mi esposo. Si no puede respetarlo, márchese de esta casa.” Lady Tolliver se había marchado entre suspiros dramáticos, murmurando improperios que nadie se dignó a responder. Edward, en cambio, se quedó hasta el último minuto, sentado como un príncipe caído del cielo, ofreciendo sonrisas y disculpas con una perfección casi ofensiva. Cada ge