Mundo de ficçãoIniciar sessão
Nicolás, detuvo el auto frente a las puertas de cristal de Le Grand Bistro, el templo de la alta cocina donde Beatriz Castellanos celebraba su cumpleaños anualmente.
Él al volante era la perfección en sí misma, un control absoluto sobre el carril. Si pudiera dirigir mi vida como dirige este Range Rover, pensaría que es un dios. No obstante, él no solo dirige, él mide. Mide mis palabras, mi escote y hasta el ángulo de mi sonrisa. Hoy tocaba el vestido azul noche y el peinado acorde. El uniforme de esposa perfecta.
Nicolás no perdió tiempo. Apagó el motor y salió primero, el clac del pestillo fue mi única advertencia.
Yo todavía forcejeaba para equilibrar la caja de cartón blanco que contenía el pastel.. Hora y media de espera en la panadería, todo para asegurar que este bizcocho de limón con merengue suizo llegara intacto.
—¿Puedes apurarte, Isabela? Mi madre detesta esperar —refunfuñó él. La paciencia lo había abandonado hacía rato.
Su madre odiaba muchas cosas. Entre ellas, que su hijo se casara conmigo.
—Ya voy —Me obligué a salir del asiento, luchando por no inclinar el pastel en esta coreografía ridícula. Llevaba mi bolso colgado del hombro, la bolsa del regalo balanceándose en el antebrazo y la caja en ambas manos. Los tacones de aguja, regalo de Nicolás, se sentían como pequeñas guillotinas bajo mis pies, dificultando el avance.
Hasta ahora sentía el pie lleno de ampollas.
Él ya llevaba cinco pasos de ventaja. Estaba inmerso en su papel, alisando la tela de su saco gris sobre una camisa azul marino. El atardecer resaltaba los mechones rubios de su cabello. Era innegablemente atractivo. Un hombre construido para ser observado.
Al alcanzarlo, él abrió la pesada puerta de cristal.
—Recuerda, Isabela. Sonríe. Es una celebración —ordenó. No sin antes poner, su mejor cara de hijo modelo.
En mi mente se repitió por última vez el mantra: Solo son dos horas, Isa puedes con esto.
Ingresamos al gran salón. La sensación de haber llegado tarde fue más que evidente. El lugar estaba repleto. Unas quince personas se distribuían en la mesa principal. El clan Castellanos y las tres amigas inseparables de Beatriz. Todas olían el drama a kilómetros.
—¡Nicolás!—exclamó Beatriz, incorporándose teatralmente—¡Cariño, la cena se enfría! ¡Qué bueno que llegaron!
Beatriz le dio dos besos sonoros.
—Disculpa, Mamá. Ya sabes, la tarta que te gusta siempre es una travesía —se excusó él, sonriéndole.
Beatriz lo abrazó de nuevo, más fervorosamente. Se separó, dedicándome una mirada rápida. Entregué el pastel a una camarera.
Era momento de felicitarla. Ella se mantuvo a la distancia justa, calculando los dos besos sin que nuestros rostros se rozaran. Un saludo estandarizado, vacío de afecto. Enseguida, Beatriz tomó el regalo que le ofrecí. Girándose para engancharse en el brazo de su hijo.
Ofrecí un breve asentimiento, a mi suegro, el señor Héctor, y tomé asiento. Laura, prima de Nicolás, ocupaba el puesto a mi lado.
Los platos de la cena llegaron. Se sirvieron protocolariamente. La comida colorida y calibrada al gusto exacto de los presentes.
La conversación de la mesa viró en torno al Tío Ernesto, hermano mayor de Beatriz. Regresaba de Nueva Zelanda; hablaba apasionado de sus aventuras. Todos asentían. Bebían sus palabras como una cátedra evangelista.
Mi objetivo se cumplía: ser un mueble más.
Disfrutaba del anonimato.
No duró mucho... una de las tías de Nicolás, bebiendo de su copa inquirió:—¿Y ustedes, mi vida? ¿Cuándo pretenden tener bebés? Creo que ya deberían dar el siguiente paso. Mi nieta empezará el jardín el próximo año.
Un murmullo de acuerdo, recorrió la mesa.
Nicolás se acomodó. Respondió antes de que yo pudiera abrir la boca.
—Sí, estamos en ello. Isabela dejó de cuidarse hace cuatro meses.
El efecto fue instantáneo. Beatriz soltó un jadeo emocionado.
—¡Qué maravilla, Nicolás! ¡Es la mejor noticia que me has podido dar!
Mi sonrisa se congeló. Miré a Nicolás. La furia se atascó detrás de mis dientes.
Alcancé a escuchar el cuchicheo de las amigas de Beatriz: Cuatro meses, ¿y todavía nada?
—¡Ya era hora, Isabela! Es momento de enfocarte e ir a por el varón—aseguró Beatriz.
Aquello hizo que la mirara ceñuda. ¿Desde cuándo algo así se puede elegir? ¿Y por qué demonios es eso relevante?
—Aún no estoy embarazada, señora Beatriz —contesté—. Pero si ocurre, no me importará si es niño o niña. Solo deseo que sea un bebé sano.
Beatriz cortó mis palabras, limpiándose los labios con una servilleta. —No, no es lo único que importa. Tú tienes que hacer todo lo posible para que el primero, sea un niño —insistió.— Ha sido así por generaciones. Ya después, podrás tener hijos del género que sea. Pero tú, por ahora, tienes que seguir la tradición. Te daré algunos tips.
¡Qué tradición más ridícula! Claro que Beatriz pretendía algo así. En toda ocasión social se jactaba de su «planificación maestra» para tener únicamente a su adorado Nicolás. Un solo hijo. Organizó su nacimiento: desde su género, el día exacto de dar a luz, la hora justa. Y ahora, esperaba que yo replicara esa misma locura obstinada.
Iba a refutar, a recalcar que sus tradiciones familiares me daban monumentalmente igual.
La mano de Nicolás se coló bajo el mantel. Su apretón en mi muslo fue una amenaza, para que cerrara el pico.
—Claro que sí, Mamá. Isabela seguirá tus indicaciones —intervino él, cómplice—. Ahora mismo ella anda un poco a la defensiva porque ya quiere concebir.
Le miré impactada. No podía creer la mentira que acababa de inventar.
Beatriz soltó una carcajada. —¡Claro! ¡Imagino lo estresada que debes estar, Isabela! Tienes treinta años, el reloj biológico no es tan bondadoso como lo era antes.
No pude más.
—Tiene razón, Señora Beatriz —la observé de frente—. Por ese motivo, mi única prioridad es probar que aún tengo la capacidad de concebir: Las ilusiones sobre el linaje son un lujo que tendremos que reconsiderar. —Aseguré.
Todos en la mesa detuvieron lo que hacían, algunos se removieron incómodos. Los ojos furiosos de Nicolás, perforaban mi cuello, pero me valió tres pepinos.
Tomé mi cuchillo y tenedor. Partí un trozo de carne haciendo chirriar el plato. Llevé el bocado a la boca con una calma desafiante.
De vuelta a casa, Nicolás conducía como un lunático.
Su aceleración era un desafío a las leyes de la física. Mi estómago, ya revuelto por el estrés y la rabia, se sentía en caída libre. Intenté respirar hondo, controlarme. Las náuseas fueron violentas.
Apenas el coche aparcó frente a nuestra casa, abrí la puerta.
Corrí.
Entré al baño, vomité la sopa, el filete y toda la bilis que me había tragado durante la cena. Aferré mis manos al borde del inodoro, respirando pesadamente.
Cuando terminé de vaciar el estómago, abrí el grifo.
Detrás, escuché sus pasos. Nicolás se apoyó en el marco del baño, la expresión neutra.
—¿Es en serio, Isabela? ¿Así agradeces una cena que costó un ojo de la cara?
Continúe cepillando los dientes, mirándome en el espejo. Tratando de ignorar el ardor en mi garganta.
—No es cuestión de agradecimiento—murmuré, escupiendo la pasta—. Es lo que tú provocaste con tu conducción demente.
—Yo conduzco según las normas. Tú eres la que lo hace parecer un sainete. Hoy de nuevo me hiciste quedar como un idiota frente a mi familia.
Volteé furiosa hacia él, empuñando el cepillo de dientes.
—¿Yo? ¡Tú fuiste quien hizo el anuncio de mi vida sexual frente a toda esa gente! ¡Contábamos con una respuesta estandarizada, para cuando ellos hicieran preguntas sobre este tema!
—No es ninguna gente, es mi familia —escupió él de vuelta—. ¿Qué querías que hiciera, que mintiera?
—No tenías que entrar en detalles.
Él bufó. —¿Y qué con eso? ¿Qué hay con los detalles?
—Bueno, que ahora tu madre va a estar molestándome con el tema de fecundación y demás...
—Ella únicamente intenta darte un par de consejos. Isabela, eres una malagradecida.
—Los consejos, Nicolás, se dan en privado —ataqué—. Cuando algo se dice frente a varias personas, se llama humillación. Es un escarnio público para ver qué tan fértil es la nuera.
—¡Qué dramática eres! Estás creando una tormenta en un vaso de agua. Mi madre anhela que las cosas salgan bien.
La palabra bien encendió mucho más mi furia.
—¿A qué te refieres con que salgan bien? —lancé el cepillo a la encimera.
Nicolás endureció el rostro.
—A que tienes que escucharla. Ella te está dando la clave para que tengas a nuestro hijo.
Reí, histérica—. ¿Estás oyéndote? ¿Osea que si me embarazo y es una niña no la vas a querer o qué?
Su mandíbula se tensó.
—Ese no es el caso. Te pasaste años negándome una familia y quiero un hijo. Si mi familia dice que debemos tener un varón primero, pues lo tendremos y punto.
Mi labio inferior tembló:—No fue lo que acordamos, Nicolás. Cuando te di la noticia de que quería dejar de cuidarme y dar finalmente este paso, así no fue tu actitud.
Esta vulnerabilidad lo desarmó. Él suspiró, tomándome por los hombros, haciendo que lo mirara.
—Mi amor, también estoy exhausto—admitió, acariciando mi mejilla.— Te lo pido, ¿podrías hacer una excepción solo esta vez y escuchar a mamá por lo que más quieras? Es una sugerencia extra.
—Pero, ¿cuál es el problema? Si todo está bien.
—No, Isabela. Llevamos cuatro meses sin resultados. ¿Estás segura de que todo marcha bien contigo?
Nicolás quiso una familia desde el minuto uno de nuestro matrimonio. Yo rogué por tiempo para ejercer mi carrera y honrar el esfuerzo de mis padres. No fue sino hasta hace poco, en nuestro octavo aniversario que cedí.
—La ginecóloga dijo que es cuestión de tener un poco más de paciencia: después de tantos años en tratamiento hormonal, mi sistema necesita tiempo para estabilizarse antes de la concepción. —le aseguré.
Él asintió. Puso fin al pequeño altercado:—Bien. Olvídate de la cena y de todo lo que pasó. Hoy empiezas tu ventana de fertilidad, ¿no? Lo volvemos a intentar.
Sonreí, dándole tregua.
Estaba en la cama. Un rato más tarde, Nicolás salió de la ducha.
Se deslizó a mi lado. Su mano subió a mi cuello; al inclinar la cabeza para besarme, giré el rostro levemente.
—Amor, yo... no sé si esta noche deberíamos. Sigo con el estómago revuelto. Creo que lo mejor es mañana.
Un músculo se le contrajo en la mandíbula.
—No —zanjó en tono bajo—. No lo intentaremos mañana.
—¿Cómo? —alcancé a decir.
Sus ojos eran pura frialdad.
—No me voy a acostar sabiendo que hemos perdido una noche.
Extendió la mano y agarró el borde de la sábana que cubría mis piernas, jalandola de un tirón.
—Quítate la maldita ropa ahora, Isabela.
—Nicolás. Dije que no me siento bien.
Sus dedos apretaron mi muñeca.
—No te lo estoy preguntando.







