Lo que empezó como una declaración de afecto se transformó en una necesidad física. Apreté mis dedos en su nuca, tirando de su cabello. Alejandro gruñó en frustración, contra mi boca, intentando acabar con la distancia del todo. En una maniobra, paso mi cuerpo de la silla a la isla. La incomodidad se había esfumado, convirtiéndose en una alineación perfecta.
—Ven aquí… —murmuró, incrustándome contra él. Se posicionó entre mis muslos.
Nuestra ropa estaba desordenada: mi blusa tenía las tiras caídas, y su camisa azul, fue víctima del apetito salvaje, arrugada en mis puños.
Estábamos en caída libre. Percibí su excitación palpitante.
—Isabela… —emitió un ronroneo grave, atrapando el lóbulo de mi oreja en sus labios.
Una de sus manos agarró mi cadera, mientras la otra se deslizó bajo mi blusa, acariciando mi vientre.
El contacto de su palma caliente sobre mi piel hizo que arqueara la espalda.
—No... no te detengas —logré balbucear.
Moví la pelvis instintivamente, buscando un roce más íntim