La oscuridad no la soltaba de inmediato. Estaba atrapada en ella, sumergida en un vacío de dolor y confusión. Su mente flotaba en fragmentos borrosos, incapaz de reconstruir el momento en el que todo se había desplomado: el golpe, el suelo alejándose y acercándose demasiado rápido, el impacto seco contra su cuerpo.
Pero no estaba muerta.
El dolor seguía allí, un peso ardiente en su cabeza, palpitante, extendiéndose por su nuca y sus hombros como una presencia constante. Su respiración era débil, irregular. El aire que entraba en sus pulmones tenía un sabor diferente, un frío distinto, más cerrado, más controlado.
No estaba en el bosque. No estaba en el claro.
Sus párpados temblaron antes de abrirse. La luz no era natural. No venía de la luna, no filtraba su presencia entre hojas y sombras. Era artificial, difusa. El techo de madera sobre su cabeza le pareció una amenaza en sí mismo.
No estaba afuera.
El reconocimiento cayó sobre ella como un golpe. No estaba sola.