Hermes fue al baño y dejó que el agua fría le golpeara el rostro. El chorro helado no calmó su tormenta interna.
Se miró al espejo: ojos inyectados en sangre, mandíbula apretada, un rostro al borde del abismo. No podía pensar con claridad.
Todo en su vida había dado un vuelco, necesitaba saber si esa mujer que estaba en la planta baja era Darina.
Cuando salió de la habitación, Alondra quiso ir con él.
La escuchó acercarse. Su respiración se tensó. No podía lidiar con ella, no ahora.
—Tú, no —dijo con voz baja pero cortante—. Vete a tu habitación o te irás de esta casa para siempre.
Alondra bajó la mirada, temblando.
La autoridad en la voz de Hermes era incuestionable.
Sin embargo, en sus ojos brillaba algo más que miedo: frustración, una alarma sorda de que todo se le estaba escapando de las manos. Dio media vuelta sin protestar, pero por dentro hervía.
—Si es Darina… —murmuró mientras apretaba los dientes camino a su habitación— estoy perdida. Hermes no puede descubrir la verdad. Tie