Hermes estaba en ese bar, sumido en su desesperación.
La botella vacía frente a él era testigo de su caída, pero no había bebido lo suficiente para olvidar lo que lo atormentaba.
Cada sorbo era un intento fallido de ahogar los recuerdos, la culpa, la pérdida que lo consumían desde dentro.
Nada conseguía llenar el vacío que sentía, y la oscuridad de la noche reflejaba su alma rota.
Alondra apareció en la entrada del bar, su figura recortada contra la luz tenue.
Su mirada era penetrante, llena de una mezcla de frustración y determinación. Se acercó a él sin titubear, notando el estado en que se encontraba.
—Te llevaré a casa, Hermes —dijo con voz suave, pero firme—. No puedes seguir así. Incluso la empresa ha nombrado a un CEO interino. No puedes perderte a ti mismo de esta manera.
Hermes la miró con desdén, como si ella fuera solo otro recordatorio de lo que había perdido. Pero no se interpuso cuando ella lo levantó del banco y lo condujo fuera del bar.
La oscuridad de la noche parecía