Cuando Hermes llegó al departamento, lo primero que sintió fue un nudo en el estómago.
La puerta estaba abierta, y dentro, el silencio era apenas interrumpido por un sollozo entrecortado. Al dar unos pasos hacia la sala, lo vio.
Alfonso estaba tirado en el suelo, con la espalda recargada contra el mueble, los ojos vidriosos, el rostro desencajado. Sujetaba una botella de whisky como si fuera su único salvavidas. Lloraba con la desesperación de un niño herido, como si su mundo entero se hubiese hecho pedazos en un solo día.
Hermes sintió una mezcla de furia y compasión. Se acercó de una zancada, le arrebató la botella sin decir palabra y la lanzó con fuerza contra la pared. El vidrio estalló en mil pedazos.
—¡¿Qué carajos crees que estás haciendo, Alfonso?! —gritó, con el pecho alzándose por la rabia.
Alfonso alzó la mirada, enrojecida por el alcohol y el llanto.
—Joder… déjame en paz, Hermes —murmuró con voz rota—. No ves que estoy acabado… La mujer que amo se fue… Anahí se fue. No me