Los gritos de la mujer desgarraban el aire, como cuchillos hechos de culpa. El eco de su sufrimiento retumbaba por todo el sótano oscuro donde Hermes la había encerrado, un lugar sin ventanas, sin escapatoria. Cada latigazo la sacudía, y, aun así, no alcanzaba a igualar ni una décima parte del dolor que él había sentido.
Hermes no apartaba la mirada. Sus ojos eran dos abismos fríos, sin rastro de piedad.
—¡Por favor, Hermes! ¡Escúchame! —gimió la mujer, jadeando entre sollozos—. Todo… todo lo hice por amor.
Él alzó la mano y los guardias detuvieron el castigo. La mujer, ensangrentada y temblorosa, lo miró como si aún existiera una chispa de esperanza.
—¿Amor? —repitió él con una sonrisa torcida—. ¿Y así es como amas? ¿Destruyendo vidas? ¿Asesinando a Rosa, mi hermana? ¿Culpando a Darina? ¿Obligándola a huir con sus hijos como si fuera una criminal?
Ella intentó acercarse arrastrándose.
—¡Yo solo quería que volvieras a mí! ¡No podía verte con otra!
—Tú no sabes amar —dijo Hermes con voz