Alexis y Jeremías llegaron a la casa con los pasos acelerados, como dos tormentas que no encontraban calma.
La mansión alzó su silueta ante ellos, elegante y ajada por el tiempo; las ventanas reflejaban una luz pálida que multiplicaba la sensación de urgencia en el pecho de ambos.
Llamaron a la puerta principal con un golpe seco que resonó por el vestíbulo como un tambor; por un segundo el silencio contestó, tenso y expectante.
El mayordomo apareció casi de inmediato.
Los dejó pasar sin preguntas y los condujo por corredores adornados con cuadros antiguos hasta el gran salón principal.
Las cortinas estaban corridas; la atmósfera olía a cera y a madera pulida, y las lámparas arrojaban una luz tenue que transformaba las formas en sombras largas.
Los ojos de Alexis y de Jere recorrieron el salón con el desasosiego de quien busca un refugio perdido.
Fue Alexis quien habló primero, con la voz rasgada por la ansiedad:
—¡Queremos ver a Nelly, ahora mismo!
El eco de sus palabras todavía flot