El ambiente en la lujosa cocina de la mansión estaba más vivo que nunca. El reloj marcaba la una de la tarde, pero en el interior parecía un festival: ollas en ebullición, cuchillos repicando contra las tablas y, sobre todo, las carcajadas que resonaban entre Isabella y Fernando Larralde.
Ella, impecable en su delantal blanco, se movía con destreza, como si hubiera nacido entre fogones. Fernando, en cambio, parecía un torbellino caótico que no seguía reglas, pero se defendía con un entusiasmo que resultaba contagioso.
—¡Eso no va ahí! —gritó Isabella al verlo echarle sal a la salsa de chocolate.
Fernando levantó la cuchara como si estuviera descubriendo un tesoro y arqueó una ceja con descaro.
—¿Y quién dice que no? Tal vez acabo de inventar la receta del siglo: salsa de chocolate salado a la Larralde.
Isabella casi se dobló de la risa, pero intentó ponerse seria.
—¡Qué horror! Eso es incomible.
Él, con la frescura que lo caracterizaba, se acercó peligrosamente a ella.
—Anda, pruébalo