El ambiente en la oficina era tan denso que parecía que el aire pesaba toneladas. Marcos estaba de pie, frente a su escritorio, con el gesto endurecido y la corbata apenas aflojada como si no pudiera respirar. Sus manos, ocultas detrás de su espalda, se cerraban en puños tensos, delatando el esfuerzo que hacía por mantener la calma.
Isabella lo miraba con ojos desorbitados. Su pecho subía y bajaba con rapidez, y sentía que cada palabra que acababa de escuchar le clavaba una daga en el corazón. No podía apartar la mirada de él, esperando, rogando, que lo desmintiera. Pero Marcos guardaba silencio. Su silencio era peor que cualquier confesión.
Camilo, en cambio, irradiaba energía ajena al drama que se cocinaba en esa habitación. Caminaba de un lado a otro con una sonrisa incrédula en los labios.
—De verdad que aún no lo entiendo, Marcos —dijo con tono ligero, casi burlón—. ¿Cómo es posible que me hayas dejado por fuera de tu boda? ¡A mí, tu mejor amigo!
El cuerpo de Isabella se estremec