La noche caía como un manto pesado sobre el nuevo refugio del grupo. Las llamas de la pequeña fogata parpadeaban, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra rugosa. El ambiente estaba cargado de una tensión invisible, un eco de las decisiones difíciles que habían tomado para llegar hasta allí. Aurora se encontraba sentada, con la mirada perdida en el fuego, sus pensamientos un torbellino de dudas y miedos. El peso de la responsabilidad se sentía más fuerte que nunca, no solo por su propio destino, sino por la vida que crecía dentro de ella.
Damien la observaba desde la distancia. Su figura, imponente incluso en la penumbra, parecía tallada en piedra. Pero sus ojos, rojos y brillantes, traicionaban la tormenta interna que lo consumía. Desde la última batalla, algo había cambiado entre ellos. No era solo el cansancio físico o las heridas que marcaban sus cuerpos; era el miedo, el amor y la desesperación, entrelazados en un nudo imposible de deshacer.
Aurora se levantó de