El amanecer pintaba el cielo con tonos dorados y carmesí, como si el universo mismo reconociera el peso de lo que acababa de suceder. La batalla había terminado. La Orden había sido erradicada. Pero lo que quedaba ahora era aún más trascendental.
Aurora estaba sentada en la cama, envuelta en las sábanas mientras observaba a Damien, quien estaba de pie junto a la ventana, con la mirada clavada en el horizonte. Su silueta era la de un rey, un guerrero que había cruzado el infierno y regresado con algo más valioso que la victoria: un propósito.
—Sigues pensando demasiado —murmuró Aurora, su voz suave pero firme.
Damien giró lentamente, sus ojos escarlata brillando con intensidad.
—No puedo evitarlo. Todo ha cambiado.
Aurora apoyó una mano sobre su vientre, donde su hijo, su milagro, latía con vida.
—Sí, pero no todo es malo.
Damien cruzó la habitación en apenas dos pasos, inclinándose para colocar su mano sobre la de ella. El calor de su toque la envolvió, y en ese instante,