Capítulo I

Dulce García

Habían pasado dos días desde que me despidieron de la empresa. Mara había decidido renunciar y venirse conmigo. Mis planes eran viajar hasta España el domingo, ya tenía los boletos comprados, habíamos embalado y vendido gran parte de nuestras cosas. El departamento estaba solo con las cosas básicas.

Aquel cheque que mi jefe me había dado seguía allí en mi bolso, la verdad es que lo había tomado por cortesía, pero cada que me planteaba llevarlo al banco, un escalofrío recorría mi cuerpo. Por otro lado, me sentía tranquila. Sin embargo, no podía con la emoción de ver por fin a mi hermano luego de cuatro años. Sentía que mi vida volvía a encarrilarse; ya había estado investigando sobre algunos cursos de repostería en Madrid mientras que mi amiga buscaría trabajo como profesora de inglés o asistente, pero estaba empecinada en acompañarme. Eso me llenaba de alegría.

Por otra parte, algo estaba sucediendo con mi ex jefe. Desde el martes por la mañana había comenzado a recibir regalos de su parte. Un ramo de flores en compañía de joyería para que los usara el día viernes e ir lo mejor posible a la gala.

Esta mañana al despertar, un carro trajo una caja con el vestido que había elegido para mí. Cuando lo llame me dijo que estaba ocupado, pero que si el vestido no era de mi agrado fuera a una tienda de ropa a buscar uno y él se encargaría de pagarlo. Poco tiempo después, me hizo llegar su tarjeta negra.

―Le gustas, nadie me saca de la cabeza que le gustas –dijo Mara, apenas vio la tarjeta de crédito en mis manos―. Ese hombre se quiere lucir, pero es tosco y no sabe cómo hacerlo ―se carcajeó―. Los multimillonarios son así, amiga.

Me quedé pensando.

―No, me niego a creerlo.

Espetó algo molesta por su insistencia.

―Dime entonces. ¿Quién en su sano juicio te pediría una cita para aceptar tu renuncia?

Preguntó, dejándome sin palabras. Tenía razón en algo, nadie da tanto solo porque lo acompañes a una gala. Decidí no ocupar la tarjeta, pero si cambiar algunos detalles en el vestido negro que me había enviado, ya que al colocármelo se veía muy grande para mi cuerpo y yo quería que mis curvas resaltaran.

Traté de enfocarme en mi imagen, en mi presentación para el día viernes. Ese día por la mañana fui a un salón de belleza, quería un cambio; volver a mi cabello negro. Lo recortaron y quedé de venir a eso de las cinco de la tarde para un maquillaje para la gala. Mi vestido estaba listo, pero aún debía buscar mis zapatos; no podía evitar ponerme nerviosa.

Para mi mala suerte, esa tarde tuve que ir a la oficina. La secretaria de mi exjefe había tenido problemas con algunos papeles y cuando me llamó sonaba bastante llorosa. Por eso decidí ayudarla.

―Gracias por venir ―dijo y me sonrió―. Te juro que no sabía qué hacer, la nueva es un asco.

Observó hacia la que era mi oficina y una chica de grandes lentes se nos quedó viendo.

―No te preocupes, ¿qué necesitas?

Pregunté y ella me detalló. No demoré mucho, la verdad todo estaba en unas carpetas. Ella elogió mi cabello y mi cambio, también me habló de que gran parte de los directivos no estaban, ya que por la noche asistirán a la gala del museo.

―Tú, ¿vas con el jefe? ―pregunto y asentí―. ¡Qué suerte!

Me encogí de hombros. Algo así. Es el último compromiso que tengo con él, luego de eso me marcho.

La chica asintió.

―Pero igual, ¡qué suerte! ―giró sobre sus talones―. Qué más daría yo por estar rodeada de tanto niño rico; un hombre con dinero. ¡Aprovecha! ―chilló―. Buscar un sugar daddy que te saque de trabajar como asistente.

Bromeó y nos carcajeamos.

―Me lo voy a pensar.

Correspondí a su broma y luego terminé el trabajo que hacía en el computador. Salí de allí, se me hizo extraño que no hubiera mucha gente más. Mi jefe por lo general siempre estaba en la oficina. Con suerte, se había tomado un par de días de vacaciones en los últimos años.

Solté un suspiro cuando entregué mi gafete en la entrada y me despedí del portero y del guardia. Les comenté de mi salida de la empresa y ellos me hicieron saber que todos los empleados sabían sobre mi renuncia. Las asistentes se habían peleado por mi puesto cuando se supo esto, pero el mismo jefe había dicho que por el momento, el puesto no sería ocupado por nadie más.

Resté importancia a lo que me habían dicho, seguí mi camino, debía llegar a casa; aún me quedaba una maleta que armar. Al siguiente día debíamos entregar el departamento. Nuestra última noche en Nueva York la pasaremos en un hotel cercano al aeropuerto.

¡Dulce! ―escuché y al darme la vuelta me di cuenta de que se trataba de los padres de mi jefe. Ellos pararon el carro y me invitaron a subirme―. Te podemos dejar en tu casa ―dijo la señora Dora, una mujer de carácter y muy clasista para mi gusto―. Querida ¿Cómo estás?

Sonreí con amabilidad.

―Muy bien, señora, ¿y usted?

―Todo muy bien. Gracias, niña ―escuché como, Don George, daba la instrucción para que me dejara afuera de mi apartamento―. Mi hijo nos comentó que renunciaste ―su voz chillona se me hacía graciosa, pero esta vez tomó mi mano―. ¿Estabas incómoda en la empresa?

Negué con la cabeza.

―No, para nada

Respondí en automático.

―Es una pena que te marches, linda ―habló el padre de mi jefe―. Nuestro hijo había cambiado tanto desde que tú eres su asistente.

La señora Dora asintió.

―En los últimos cuatro años no ha habido domingo que no estuviera en casa ―sonrió―. Ahora, quién sabe cómo serán las cosas.

Se lamentó mientras aún sostenía mi mano.

El resto del camino ellos hablaron de algunos eventos, de lo difícil que sería encontrar a alguien que fuera igual de útil en mi trabajo. Me desearon lo mejor y luego me dejaron en la puerta de mi edificio. Solté un suspiro, fue, Don George, quien me abrió la puerta y me deseo lo mejor mientras que su mujer, Dora, solo soltó una frasecita.

―Nadie es indispensable.

Sonriéndole asentí y luego me giré para entrar en mi edificio. Nunca entenderé por qué ellos son pareja, pero como dice mi hermano, siempre habrá algo que los una. Sus hijos pueden ser en este caso. Lo que me sorprende es que ninguno de los dos hermanos se parece a su madre. Menos mal.

Estaba por entrar en mi apartamento cuando recibí una llamada de mi jefe. Él me explicaba que por la noche enviaría al chofer a por mí, ya que acompañaría a su hermana en la apertura del evento. Ella estaba encargada del Museo metropolitano. Entendí perfectamente, y se lo hice saber.

―Te pido por favor que me avises cuando estés en camino ―dijo con una voz ronca que me erizaba la piel―. Te saldré a esperar para que atravesemos la alfombra roja juntos.

Asentí embobada, pero luego hablé.

―No se preocupe, jefe…

Carraspeó interrumpiendo.

―Me puedes llamar, Massimo. Ya no soy tu jefe.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

―Ok, Massimo ―escuché su risa y se me hizo lindo. Pero, ¿de qué estaba hablando? ¿Cómo que lindo?―. Te avisaré la hora a la que llegue el auto.

―Está bien ―pensé que cortaría la llamada, pero de pronto soltó un suspiro―. Suena lindo mi nombre en tus labios.

Con eso se produjo un silencio y luego la llamada se cortó. Mi cabeza no paraba de dar vueltas. No entendí bien lo que estaba pasando. Me dejé caer en mi cama y muchas cosas se vinieron a mi cabeza. Mara me había dicho que le gustaba a mi jefe, no es la primera vez que me hace ese comentario, pero también está la otra cara de la moneda. Muchos hombres de dinero buscan chicas como yo solo para divertirse. Para tener una noche de diversión y luego “adiós con tu cuerpo”.

Pero, ¿qué pasaría si yo también lo quiero? Perder mi virginidad con un hombre como mi ex jefe, sería estar en la gloria. Dicen las malas lenguas que, es un dios griego en la cama. Con todas las mujeres que he tenido que sacarle de encima, no me cabe la menor duda.

Dejé mis pensamientos por un momento y me dediqué a terminar de armar la maleta que me faltaba. Mara llegó un rato después, ya había encontrado en qué hotel quedarnos. Ella se iría hoy por la noche, luego de que me recogieran; por lo que cuando volviera tendría que regresar al hotel. Por la mañana le entregaríamos las llaves del apartamento al dueño.

―¿Tienes todo listo? ―preguntó mi amiga y yo asentí―. ¿Qué dejarás a mano?

Levanté un pequeño bolso en el cual tenía una muda de ropa y mis cosas de aseo personal.

―Con esto tengo hasta el domingo. Una vez que tomemos el vuelo me cambiaré ―mi amiga asintió―. ¿Le avisaras a tu madre?

Le pregunté y negó con la cabeza.

―A ella no le interesa saber nada de mí, solo sabe pedir dinero y yo no tengo para sus vicios ―la abracé―. Lo bueno de todo es que estaremos lejos, tranquilas y emprendiendo un negocio propio.

Me quedé viéndola.

―¿Qué negocio?

Pregunté.

―Una pastelería ―nos carcajeamos―. Tengo mucha fe en nosotras. Sé que saldremos delante de una u otra manera.

Pegó su cabeza a mi hombro en tanto yo asentía en acuerdo.

―Lo sé, solo disfrutemos estos últimos días.

Solté un suspiro y mi amiga enderezo la espalda para verme fijamente.

―¿Quieres decir qué…? ―asentí, incluso, antes de que terminara de hacer la pregunta. Sabía muy bien que preguntaba por mi virginidad―. ¿Se la darás a tu jefe?

Preguntó directamente.

―Si se dan las cosas, sí, lo haré ―me encogí de hombros―. Las malas lenguas dicen que es bueno, me gustaría comprobarlo, aparte, siempre me ha parecido guapo. Me gustaría ser tratada como una reina.

Las dos nos carcajeamos. Lo siguiente fueron un par de consejos de parte de mi amiga; uno que otro trato especial. Los acepté, pero creo que había aprendido más leyendo algunos libros. Cómo puedo decirlo, tengo la teoría, más no la práctica. La plática no duró mucho más. Mara había rentado un carro para poder movernos por los días venideros, apenas llegó nos fuimos a ver la habitación de hotel que ocuparemos por ese fin de semana.

Después de mover nuestras cosas hasta allá, mi amiga me dejó en el centro comercial. Allí me dejé hacer en el salón de belleza, quería quedar hermosa. Puede que no todo saliera como quería, pero deseaba verme bella.

Las horas se me hicieron nada y, en estos momentos, me veía en frente del espejo. Mi vestido se pegaba a mi cuerpo perfectamente y la abertura que le había hecho estaba perfectamente situada. La cola del vestido era perfecta; todo estaba saliendo a pedir de boca. Solté un suspiro cuando está retocando mi maquillaje y el timbre sonó. Supe de inmediato que era el chofer. Entonces, envié el mensaje a mi jefe. No tardó en responder.

―Ok.

Mi amiga me deseo suerte y el camino hasta el museo metropolitano comenzó. Me sentí un poco nerviosa al ver que nos acercábamos hasta el gran edificio. Los carros avanzaban lento. De todos ellos bajaban parejas o grupos de celebridades; empresarios, la élite de la clase alta y famosos.

―Señorita Dulce ―el chofer llamó mi atención―. El señor Massimo me entregó esto para usted. Por favor, recíbalo y acomódese.

Sonreí y recibí una caja roja aterciopelada.

―¡No puede ser! ―estaba sorprendida, era una tiara real llena de joyas y con detalles en cristalería. Por la marca de la caja podía apostar que en mis manos había millones de dólares―. No puedo, ¿cómo lo hago?

Comencé a mirar hacia todos lados y de pronto el chofer me pasó un espejo.

―Si quiere me detengo para que pueda arreglar su cabello ―negué con la cabeza―. Le avisaré al jefe.

―Está bien ―enseguida tomé dos mechones de cabello y acomodé la tiara sobre mi cabeza, enredando los mechones a los costados de la joya, dejando mi rostro despejado y el resto de mi cabello suelto en ondas―. Estoy lista.

Sonreí.

―Se ve preciosa.

El hombre soltó un halago y me sonrió. El carro se detuvo y la puerta de mi lado fue abierta. Una gran mano se estiró para recibirme. Era Massimo; como había pedido que lo llamara. Se veía perfectamente vestido, con algunos adornos en su traje que me parecieron preciosos. Enseguida me di cuenta de que su traje y mi vestido combinaban, pero aun así estaba sin corbata. Sonreí al darme cuenta.

Pasamos por la alfombra roja tomados de la mano. Él respondió a algunos medios, sobre todo, cuando se trataba de fotografías y periódicos de negocios. Sé que evitó a más de un periodista que le preguntaba por rumores de citas y a otros que le preguntaban por la identidad de la mujer que lo acompañaba y por la relación que los unía. Lo que todo medio amarillista querría saber.

Apenas entramos en el edificio, me guio hasta una pequeña sala. Estábamos los dos con esas bobas sonrisas en el rostro. Mi corazón estaba a mil y mi cabeza algo confundida. Pero, ¿qué estaba pasando aquí? Sinceramente, amé todos los detalles que había preparado para mí. ¡Por Dios! La tiara había dejado mis expectativas a mil por hora.

―Dulce ―estaba con la mirada baja―. ¿Puedes? ―pidió estirando su corbata ¡Dios, mi jefe estaba apenado! Sonreí―. Aun no aprendo, me acostumbré a que fueras tú quien lo hiciera.

Susurro tan cerca de mí que, cuando levanté la vista, pude sentir su aliento sobre mi mejilla.

―Está listo ―avisé y levanté mis brazos para poder colocarle la prenda―. Se ve muy bien hoy, ¿queremos impresionar a alguien?

Pregunté, puede que mi percepción de lo sucedido no fuera el mejor, pero de pronto negó con la cabeza.

―A la única persona que pretendo impresionar esta noche es a ti, recuerda, solo llámame Massimo.

Dijo sobre mis labios y por un momento me dejé llevar por aquellas palabras y sus labios se impusieron sobre los míos. Se notaba la experiencia y el deseo. Estaba sobre una nube, sintiéndome completamente especial. Su experta lengua jugó con la mía como si fuera de su completo conocimiento. La pasión y el calor era palpable, pero este momento no podía durar para siempre. De pronto me hizo falta el aire y él me dejó. Massimo sonreía como si hubiese ganado un premio y presa del momento, yo también lo hacía.

Tomó mi mano y me guio hasta un salón muy bien decorado. Estaba todo muy bonito y tomados de la mano buscamos nuestra mesa. Allí estaba Samanta, la hermana de mi jefe. Ella me saludó emocionada y se nos quedó viendo y con una cámara instantánea nos tomó una fotografía. Luego, nos sentamos allí a compartir con el resto de los presentes.

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