Mayte le miró con rabia, sus ojos chispeantes de indignación. La tensión en el aire era palpable, como si cada palabra pronunciada pudiera romper el frágil hilo que sostenía su rabia.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó, su voz temblando entre la incredulidad y la furia.
—¡No hay divorcio! —respondió Martín, su tono firme y autoritario, como si el simple hecho de decirlo pudiera cambiar la realidad.
Martín tomó la mano de Mayte con una fuerza que la hizo sentir atrapada, casi arrastrándola fuera del juzgado.
El pasillo se extendía ante ellos, un laberinto de decisiones no tomadas y promesas rotas.
Mientras caminaban, Mayte luchaba por liberarse de su agarre, empujándolo con todas sus fuerzas.
—¿Qué es lo que haces, Martín? ¿Quién te crees que eres? —su voz era un susurro cargado de rabia y desesperación.
—Soy tu esposo, sigo siéndolo, y así será —replicó él, con una mirada que desbordaba determinación, como si no hubiera otra opción en su mente.
Mayte lo miró, la ira chispeando en su inter