Martín estaba trabajando en su oficina, la tensión lo envolvía como una niebla densa.
Cada clic del teclado sonaba como un tambor que marcaba el compás de su creciente angustia.
Su mente era un torbellino de pensamientos oscuros.
"Si mi abuela se entera de que fallé, podría quitarme el puesto de CEO. No solo eso, nunca sería el dueño de esta empresa, no he trabajado por años aquí por nada", reflexionó, sintiendo cómo el sudor frío comenzaba a recorrer su frente.
La presión se hacía insoportable.
Sabía que estaba caminando por una cuerda floja, y el miedo a caer lo mantenía en un estado de alerta constante.
De pronto, su teléfono sonó, sacándolo de sus pensamientos.
Miró la pantalla; era un número desconocido.
Una punzada de inquietud le atravesó el estómago.
No quería responder, pero el timbre insistente lo obligó a hacerlo.
Con un gesto de molestia, contestó.
—¿Sí? Habla.
—¿Señor Montalbán? —La voz al otro lado de la línea resonaba demasiado gruesa, como si quien hablara intentara ocu