En la mansión Montalbán, el aire estaba cargado de tensión y desesperación.
Manuel, con el rostro demacrado y los ojos llenos de furia, se encontraba en su oficina, sintiéndose atrapado en un torbellino de emociones.
Su mente daba vueltas, atormentada por la culpa y el miedo.
Llamó a sus guardias con una voz que resonaba como un trueno en la penumbra de la habitación.
—¡Imbéciles! ¿No te dije que cuidarías a Hernando? —su voz temblaba de ira, y cada palabra era un golpe que retumbaba en las paredes.
—Lo siento, señor, no pensamos que esto pudiera suceder... —respondió uno de los guardias, su voz temblorosa.
—¿Dónde está? —preguntó Manuel, la ansiedad, apretando su pecho como una garra.
—Ya los encontramos. Están en una bodega a las afueras de Lortton. ¿Quiere que entremos? —el guardia se atrevió a preguntar, pero la respuesta de Manuel fue inmediata.
—No sin mí. Voy para allá. —Con determinación, salió al jardín, su corazón latiendo con fuerza, cada pulso resonando en su mente.
Abrió