Al día siguiente el sol parecía una obligación; la tensión, en cambio, no daba tregua.
Manuel y Mayte llegaron al juzgado con Hernando, entre ellos, cada paso un recordatorio de lo que estaba en juego.
El niño entró con los ojos hinchados de dormir poco, la voz apagada por la angustia; apenas pudo contener el llanto.
Mayte intentó calmarlo con dulces, con un tono suave, con besos en la frente, pero Hernando se aferraba a ella como a un salvavidas.
No quería soltarse. No quería hablar con nadie.
Se sentaron en la sala de espera.
Cuando por fin llamaron, pasaron a la consulta de la psicóloga.
Al principio el pequeño estuvo más tranquilo: los juguetes le llamaron la atención y sus manos se abrieron al tacto de figuras y colores.
La psicóloga pidió a Mayte que aguardara fuera, para observar la actitud del niño sin la influencia inmediata de la madre.
El silencio en el pasillo era intenso; Mayte apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos como si pudiera contener el latido irregular de su