Pedro intentó contactar a esos hombres en la madrugada, pero no obtuvo respuesta.
La falta de comunicación lo puso muy nervioso, y su mente comenzó a divagar en un mar de pensamientos oscuros.
“Deben estar muertos… Si no, ¿qué haré? Debo hacer que esa prueba de ADN dé positivo o estaré arruinado”, pensó, sintiendo cómo el sudor frío recorría su frente.
La presión de la situación lo ahogaba, y cada segundo que pasaba sin noticias se sentía como un puñal en su pecho.
Al día siguiente, la abuela se sentó a desayunar en el comedor del jardín, rodeada de un ambiente que, a pesar de la luz del sol, estaba cargado de tensiones no resueltas. Hernando y la pequeña Maryam estaban con ella, disfrutando de un pan dulce y chocolate caliente.
La abuela los miraba juntos, una sonrisa se dibujaba en su rostro, pero en sus ojos había un destello de preocupación.
Eran unos niños tiernos y buenos, y ella sabía que Maryam no tenía culpa de nada.
Sin embargo, una sombra oscura se cernía sobre su inocenci