Ese beso la hizo estremecer, sintió miedo, Mayte quería alejarlo y una parte de su cuerpo casi quería ceder por instinto, por lujuria, pero no así.
Mayte reaccionó, no iba a ser una mujerzuela, menos con ese hombre.
—¡No quiero, aléjate!
La voz de Mayte tembló como un cristal a punto de romperse.
Estaba acorralada, con la espalda pegada al asiento trasero del automóvil.
Sus manos buscaban a tientas la manija de la puerta, como si pudiera escapar de aquel encierro con solo un movimiento desesperado.
Manuel se detuvo a unos pasos de ella.
Su respiración era irregular, pesada, casi animal, como si el deseo y la rabia le consumieran al mismo tiempo.
Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios.
—¿Por qué no? —preguntó con un tono cargado de burla—. Soy más guapo que mi hermano y más inteligente. Yo sí sabría tratarte como a una diosa… y en la cama, te haría gritar, pero no de sufrimiento, sino de placer.
El rostro de Mayte se encendió de indignación y vergüenza.
Sus ojos se llenaron de lág