Era una noche como ninguna otra.
Todos estaban presentes en la cena, un evento que había sido cuidadosamente planeado por la abuela, quien había ordenado el platillo favorito de su querido nieto, Martín.
La mesa estaba bien adornada con velas que danzaban suavemente al ritmo de la brisa, creando un ambiente cálido y acogedor.
El aroma de la comida llenaba el aire, un recordatorio de los momentos felices compartidos en familia.
Victoria, con una ternura, alimentaba a Martín con delicadeza.
—Querida, puedo comer solo —dijo Martín, con una sonrisa que iluminaba su rostro.
—Déjame ayudarte, por favor —respondió Victoria, sin apartar la mirada de sus ojos.
Él sonrió de nuevo, y en ese instante, todos los presentes compartieron una mirada de felicidad.
Ilse, levantó su copa de vino y brindó con entusiasmo.
—¡Qué hermoso! Ahora todos son felices, mis hijos son felices —exclamó, su voz resonando con una mezcla de orgullo y nostalgia.
Sin embargo, la atmósfera de alegría se tornó sombría cuando