Martín la miró con rabia pura, esa rabia que nace de sentir la traición clavada en lo más hondo. La voz le salió áspera, rota.
—¡Lárgate! —gritó, y la palabra rebotó en las paredes como un latigazo—. ¡Lárguense los dos de mi casa!
Los guardias, obedientes como sombras de autoridad, entraron sin titubear y los empujaron hacia la salida.
Pedro y Fely forcejeaban, insultaban, intentaban recuperar algo que ya no existía; gritaban con desesperación, como si no pudieran creer que por fin hubiesen sido expuestos.
—¡Mi hija! —bramó Fely con el rostro desencajado—. ¡Voy a llevarme a mi hija conmigo, me la llevaré y nadie la verá más!
—¡No lo harás! —escupió Martín, con los ojos encendidos—. Si ella es mi hermana, no te la dejaré llevar para destruirla.
Los gritos se amontonaban en el patio, la escena era grotesca: Pedro y Fely, expulsados y humillados, salieron de la casa como dos perros rabiosos, echados por la mano de la familia que los había tolerado hasta el límite.
La puerta se cerró con u