Manuel cerró los ojos con fuerza, sorprendido, y luego los abrió de golpe al sentir el agua fría resbalar por su rostro.
El líquido le empapó el cabello, le corrió por las mejillas, hasta llegar al cuello de su impecable camisa.
Por un instante, el silencio se hizo espeso, roto solo por el goteo insistente que caía al suelo.
Mayte llevó las manos a su boca, horrorizada.
—¡Señor Montalbán! ¡Ay, no…! Juro que no era para usted este ataque…
Él arqueó una ceja, con esa mezcla de ironía y arrogancia que siempre lo caracterizaba.
—¿Ah, no? —su voz era grave, pausada, casi burlona—. ¿Y por qué siempre te confundes de hombre, Mayte? ¿Acaso necesitas un oftalmólogo?
La frase le quemó en el pecho, no solo por el reproche, sino por lo que insinuaba.
Manuel recargó su mano fuerte contra el marco de la puerta y se inclinó un poco hacia ella, acortando las distancias de manera peligrosa.
Sus ojos brillaban con un matiz travieso, pero en el fondo se escondía algo más, una oscuridad calculada.
—Cono