Al día siguiente.
Abrí las cortinas y me encontré a Soren arrodillado frente a mi casa. Llovía a cántaros y él ni intentaba cubrirse. Estaba demacrado, nada que ver con el hombre altivo de ayer.
Lo miré en frío. No sentí nada.
No pensaba atenderlo, pero se quedó ahí, como clavado al suelo, desde que amaneció hasta que oscureció, sin moverse un centímetro. Solté un suspiro y, al final, abrí la puerta.
En cuanto me vio, los ojos le brillaron.
—Lyra, lo sabía. Aún me llevas aquí —dice, tocándose el pecho—. Si no, no saldrías a verme.
Fruncí el ceño e intenté soltar mi mano, pero me apretó más. Sacó del saco el álbum que yo había tirado y empezó a pasar las páginas:
—Mira. La primera vez en la playa: te reías precioso. Aquí, cuando subimos la montaña: estabas rendida, sudando, pero llegaste a la cima…
Se le quebró la voz.
—Lyra, todo esto es real. ¿Cómo puedes olvidarlo?
Lo miré, imperturbable, y solté su mano de un tirón.
—Sí, es real. ¿Y qué? Ya pasó.
—Vete, Soren —añadí, firme—. Aunque