El bisturí de la doctora Elara Vance era una extensión natural de su voluntad. Sus dedos, firmes y entrenados, bailaban sobre el campo estéril, realizando la anastomosis microvascular más delicada que había visto el Hospital Central en meses. El monitor cardíaco marcaba un ritmo constante, un metrónomo perfecto para el pulso de su concentración. Durante cinco años, esta era su única forma de redención: la maestría en el quirófano, lejos del prestigioso St. Jude's, lejos de la traición que la había roto. Estaba en la cima, a punto de sellar su éxito.
"Sutura completada. Presión estable. Maravilloso, Dra. Vance," susurró la anestesióloga, aliviada.
Elara sintió la familiar oleada de triunfo que solo el filo quirúrgico podía darle. Era invulnerable aquí.
Entonces, el intercomunicador se encendió sin aviso, y el sonido grave y autoritario cortó la celebración como cristal roto. No era el timbre melifluo de un colega; era una orden, envuelta en una frialdad absoluta que ella reconoció de inmediato. Era la voz que había jurado no volver a escuchar.
—Dra. Vance. Detenga el cierre de inmediato. Inicie el Protocolo Corazón Congelado, modificación Delta 3.
Elara se quedó petrificada, el instrumental suspendido a pocos milímetros del tejido del paciente. Sus asistentes intercambiaron miradas de pánico. Solo una persona en todo el país, que ella supiera, llamaba a esa técnica por ese nombre en clave.
—Solicito identificación —exigió Elara, sintiendo un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura del quirófano.
—Soy el Dr. Rhodes. Jefe de Cirugía. Ahora —la voz no admitía réplica, era pura autoridad—, inicie Delta 3 o me veré forzado a tomar el control del procedimiento personalmente.
Cassian. El nombre se sintió como óxido en su garganta. El hombre que la había arruinado, el único que había amado. El silencio de la sala era tan denso que Elara podía escuchar el zumbido de las lámparas. Cinco años de exilio, de trabajo duro para escalar de nuevo, solo para que este fantasma regresara.
Antes de que pudiera formular una objeción, la puerta de doble batiente se abrió con un golpe seco. El Dr. Cassian Rhodes entró. No se molestó en cambiarse, simplemente se deslizó en la sala, su figura alta e imponente dominando instantáneamente el espacio. Llevaba el uniforme de St. Jude's impecable, su placa de Jefe de Cirugía brillando bajo la intensa luz.
Elara levantó la mirada sobre su mascarilla quirúrgica, y sus ojos se cruzaron. Fue un choque. Un relámpago que recorrió la distancia entre ellos, cargado con el peso de promesas rotas y humillación pública. Sus ojos color miel, antes llenos de complicidad y respeto, ahora solo reflejaban un resentimiento gélido. En la cara de Cassian, Elara no vio arrepentimiento, sino una determinación dura y fría.
—Se lo dije por el intercomunicador, Dra. Vance —dijo Cassian, acercándose al paciente con una calma alarmante—. Estoy tomando el control de este procedimiento.
—Estoy al mando, Dr. Rhodes —siseó Elara, usando su título con deliberada indiferencia—. El paciente está estable. Su intervención es innecesaria.
Cassian no discutió. Solo miró fijamente al monitor de signos vitales. En ese instante, el metrónomo se rompió. La presión arterial del paciente cayó en picada. El tono constante se convirtió en un pitido frenético.
—Está en paro, Dra. Vance —dijo la anestesióloga.
Pero Cassian ya estaba actuando.
—No es un paro. Mire el pico del T-Wave —ordenó Cassian, con el tono de un instructor que espera la excelencia, no la obediencia.
Elara, obligada a apartar la vista de su rostro, observó el monitor. Y allí estaba. La irregularidad. El pequeño, casi imperceptible, pero devastador pico invertido en el electrocardiograma. No era un síntoma de un paro cardíaco común; era la manifestación no canónica de la patología neurológica rara que una vez habían investigado juntos.
El Caso Alpha.
Hace cinco años, ese mismo pico invertido había provocado la crisis en el quirófano que terminó con la carrera de Elara y catapultó la de Cassian. Era el gancho que había cerrado su pasado de forma brutal, y ahora, era el mismo anzuelo que volvía a sacarla de las profundidades de su exilio.
—Elara —la voz de Cassian, ahora más baja, contenía una urgencia que rompió el protocolo—. Necesito un acceso rápido. Protocolo Delta 3, ahora.
Elara sintió una oleada de rabia hirviendo bajo su piel. Odiaba que él tuviera razón. Odiaba que, incluso después de todo, su instinto fuera confiar en su diagnóstico, un instinto formado por años de colaboración perfecta. Odiaba tener que obedecer al hombre que creía su verdugo.
Pero había un paciente en la mesa. Y una verdad ineludible: solo Cassian y ella conocían el Caso Alpha lo suficientemente bien como para revertir ese pico mortal.
—Preparando el acceso —declaró Elara, su voz volviendo a ser la de una cirujana impecable.
Comenzó la danza. Cassian se posicionó frente a ella, sus codos rozándose mientras trabajaban. Era una danza tensa de rencor profesional, donde cada movimiento era un recordatorio de su pasado íntimo. Las manos que una vez se habían entrelazado fuera del hospital ahora se movían en una sincronía técnica letal sobre la vida de un desconocido.
Cassian le ordenaba, y ella ejecutaba. Más rápido. Más profundo. Angulación perfecta. Elara sentía el calor del guante de Cassian contra su muñeca cada vez que él se inclinaba para verificar su trabajo. El ligero y familiar olor a su antigua colonia, mezclado con el desinfectante y el hierro, inundó sus sentidos, un golpe sensorial de traición y anhelo.
Ella era la sombra, él el sol. Él, el Jefe de Cirugía; ella, la subordinada forzosa. La humillación se acumulaba en su pecho, pero su enfoque quirúrgico era más fuerte que su dolor.
Después de lo que pareció una eternidad, el pico invertido se suavizó. El monitor volvió a un ritmo estable. El peligro había pasado.
Cassian se enderezó, retirándose con la misma rapidez con la que había entrado, devolviéndole el mando de la mesa sin una palabra de agradecimiento o disculpa.
—Complete el cierre, Dra. Vance —su voz había recuperado su tono de hielo, puramente profesional.
Elara terminó el procedimiento con una eficiencia robótica. Apenas podía sentir sus propios dedos. Tan pronto como el paciente fue trasladado, Elara se quitó la bata manchada y se dirigió a la salida, dispuesta a desaparecer antes de que Cassian pudiera volver a dirigirle la palabra. Quería volver a su vida sencilla, lejos de los ojos acusadores de St. Jude's, lejos de él.
Pero la figura de Cassian apareció ante ella, bloqueando el marco de la puerta. Estaba despojado de su uniforme quirúrgico, solo en sus pantalones de tela y camisa, un hombre peligrosamente apuesto y furioso.
—¿A dónde crees que vas? —Su voz era baja, un rugido contenido.
—A mi oficina, Dr. Rhodes. Mi turno ha terminado.
—Tu turno acaba de empezar.
Cassian se inclinó hacia ella, el gesto acercándola a un espacio que solo compartían ellos dos. Elara pudo sentir su aliento, tenso y frío, sobre su oreja, una intromisión que le revolvió el estómago.
—Estás bajo mi supervisión, Elara —su voz era una amenaza sutil, casi un murmullo, pero cada palabra tenía el peso del granito—. Cada corte, cada punto. Y eso incluye tu vida fuera del quirófano.
Elara sintió que su alma gritaba. Estaba atrapada. La traición había regresado, no para destruirla, sino para controlarla por completo.
—Necesitas mantenerte en forma, doctora —añadió Cassian, su mirada perforando la suya antes de que pudiera responder—. La próxima vez que te encuentres con el Caso Alpha, no quiero que tu mano tiemble. Y no habrá próxima vez.
La última frase era un desafío, una orden y una promesa envuelta en papel de lija. Elara apretó la mandíbula, sabiendo que la única forma de sobrevivir era recuperar la única cosa que Cassian no podía controlar: la verdad.