Episodio 7

El desfile había sido un éxito rotundo. Los focos se apagaban uno a uno y los técnicos enrollaban cables mientras las voces de los últimos periodistas se alejaban por el pasillo. En ese cierre silencioso, Nathan se acercó a los Smith con una cortesía impecable y los condujo a un comedor privado del mismo recinto: una mesa larga, mantelería marfil, copas altas, arreglos mínimos. Era una celebración íntima por el lanzamiento de la nueva línea… y, sí, por el debut inesperado de Logan.

Se sentaron en el siguiente orden: Jon y Eleanor juntos, Nara frente a ellos, Nathan presidiendo la cabecera y, a su derecha, Logan. Un camarero llenó las copas de champán. Hubo un primer instante de quietud, como si todos buscaran el tono correcto para esa nueva fase de la noche.

—A su salud —dijo Nathan, alzando apenas la copa—. Y gracias por aceptar mi invitación.

—Gracias a ti —respondió Jon con solemnidad—. Ha sido una velada extraordinaria. No exagero si digo que es el mejor evento de moda masculina que he presenciado.

—La colección es impecable, Nathan —añadió Eleanor, con una sonrisa genuina—. Hay una fuerza… una sobriedad elegante en los cortes. Felicitaciones.

Nara miró a su prometido y luego a su hermano, luminosa, nerviosa, emocionada a la vez.

—Fue impresionante —dijo, inclinándose hacia Logan—. No sabía que tenías ese… aplomo. El cierre fue… —buscó la palabra— sólido.

Logan giró su copa entre los dedos, sin probarla. Tenía todavía el pulso alto, una corriente de adrenalina residiendo en la piel.

—No me caí. Supongo que eso cuenta —murmuró, con una mueca que quiso ser humor y casi lo logra.

Nathan lo miró de reojo, pero dejó pasar la ironía.

—Contó —admitió—. Abriste y cerraste sin errores visibles. El público reaccionó como esperábamos. El lanzamiento quedó donde debía: en conversación de todos. —Volvió la mirada al resto—. Brindo por eso.

Chocaron suavemente las copas. Un primer plato llegó: carpaccio finísimo, gotas de aceite, un orden quieto de porcelana blanca. El rumor del salón era apenas un hilo detrás de la puerta.

—Me sorprendió verte allá —dijo Eleanor, con cuidado, a su hijo—. En el buen sentido, Logan. Estabas… distinto.

—Porque lo estaba —intervino Nara, apoyando la barbilla en la mano—. Estaba concentrado. Sin hacer tonterías. —Se volvió a Nathan con una sonrisa breve—. Gracias por confiar.

—No confío —corrigió Nathan, con calma—. Exijo. Que haya salido bien no lo convierte en casualidad. Se trabajó cada detalle en pocas horas.

Jon apretó la comisura con algo que pudo ser aprobación. Bebió un sorbo.

—La exigencia no es mala palabra —dijo—. En esta familia a veces nos ha faltado.

Logan soltó el aire por la nariz, mirando el borde de su plato.

—Estoy aquí, ¿no? —dijo, sin subir el tono—. Hice lo que pediste. Salió bien. Todos contentos.

—Por ahora —replicó Nathan, sin aspavientos.

Llegó el segundo plato. El camarero se retiró. En la mesa, el diálogo se asentó en una cierta cordialidad prudente.

—¿Qué sigue para la línea? —preguntó Nara—. Dijiste que esto era el inicio de una estrategia nueva.

—Expansión controlada —contestó Nathan—. Distribución en cuatro ciudades clave, cápsulas limitadas y alianzas con dos casas de sastrería artesanal. —Se volvió a Jon—. Te enviaré el detalle del plan y los márgenes esperados. Es sólido.

—Lo leeré con interés —asintió Jon—. El enfoque boutique con números grandes… ambicioso, pero posible.

—Con Nathan, lo ambicioso tiende a volverse real —agregó Eleanor, cordial.

Logan dejó la copa, cruzó los brazos.

—¿Y yo en ese “plan”? —preguntó sin rodeos, mirando a Nathan—. Hoy fui un parche. ¿Mañana qué?

—Mañana comes y duermes —terció Nara, conciliadora—. Te lo ganaste.

Nathan hizo un gesto con la mano, como quien organiza mentalmente los renglones.

—Mañana, no —dijo—. Pasado mañana a las siete, entrenamiento de protocolo, físico, pasarela y cámara. Tres horas. A las diez, logística. A las dos, revisión de agenda y evaluación. —Volvió la cara hacia él, sin dureza extra, solo firmeza—. Lo que empezó hoy se integra al trabajo real. No hay dobles vidas dentro de mi empresa.

Eleanor intercambió una mirada rápida con Jon. Nara jugueteó con la servilleta.

—Suena… intenso —dijo ella, buscando el tono amable.

—Suena a estructura —replicó Nathan.

Logan lo sostuvo con la mirada, sin parpadear.

—¿Evaluación de qué? —preguntó—. ¿De si camino bonito o no? ¿O de si te caigo bien?

—De si sirves —respondió Nathan, sin elevar la voz—. Para lo que se te asigne. Hoy fuiste imagen.

Mañana serás logística. Pasado, backstage. Rodarás por todas las áreas. Quiero verte funcionar con presión.

Jon apoyó los codos en la mesa, atento.

—Tiene sentido —dijo—. Aprender desde abajo.

—¿Desde abajo? —rió Logan, muy suave—. Qué conveniente.

Nara le rozó el antebrazo, baja la voz:

—Logan, por favor.

Él se apartó apenas, sin brusquedad.

—Solo pregunto —dijo—. Quiero saber cuántas horas tengo que dormir, qué puedo comer, si tengo que pedir permiso para respirar.

Nathan apoyó los dedos en la mesa, entrelazados. No había irritación, pero sí una línea nítida trazada en el aire.

—Hablemos claro —dijo—. A partir de hoy: cero carreras, cero alcohol antes de entrenamientos o presentaciones, cero ausencias. Teléfono personal restringido durante sesiones. Pruebas de rendimiento y de sustancias, periódicas. Redes sociales: silenciosas o curadas por nuestro equipo. Cualquier aparición pública, aprobada. Cualquier contacto con prensa, pautado.

Eleanor parpadeó, sorprendida.

—Eso es… muchísimo control.

—Es protección de marca —replicó Nathan—. Y de la inversión de tiempo que voy a poner en tu hijo.

Logan sonrió sin humor.

—Mi “hijo” tiene nombre —dijo—. Y no soy un proyecto. No soy una campaña.

—Eres una decisión —corrigió Nathan—. Y la sostendré o la cortaré según resultados.

La tensión bajó un grado en la sala. Nara se adelantó, intentando templar:

—Él puede cumplir. Hoy lo hizo.

Nathan asintió, sin mirarla.

—Por eso estamos aquí.

Jon se acomodó la chaqueta, medido.

—Escúchalo, Logan —dijo—. No te está pidiendo que le gustes. Te está diciendo lo que cuesta la oportunidad.

—La oportunidad de convertirme en otra pieza de su tablero —soltó Logan—. Ya conozco ese juego.

Nathan giró la cara, centrado en él.

—No conoces mi juego —dijo, bajo—. Estuviste cinco minutos sobre una pasarela y crees que ya viste el mapa. Lo que viste hoy fue la superficie. Debajo hay horas, estructuras, personas que no pueden fallar. Si tú fallas, rompes una cadena. Y yo no permito cadenas rotas.

—Entonces no me metas en tu cadena —espetó Logan, con la voz aún baja, contenida—. Búscate otro modelo. Otro chico dócil.

—Te elegí a ti —dijo Nathan—. Y no por dócil. Sino por la presión que ejerces cuando te obligas a no fallar. Hoy lo hiciste. Mañana tendrás que hacerlo sin reflectores. Ahí se verá.

Eleanor intervino con prudencia:

—Nathan, quizá… podrías darle un margen. Es mucho, muy rápido.

—El margen es el que acaban de beber —respondió él, tocando su copa—. A partir de ahora, trabajo.

—Eres incansable —murmuró Nara, mitad admiración, mitad reproche suave.

—Soy consistente —corrigió él.

Logan se reclinó, clavándole la mirada.

—¿Y qué pasa si digo que no? —preguntó—. Si no me presento a tus entrenamientos. Si me subo a mi moto y ya.

Nathan no parpadeó.

—Pasa que cumplo mi palabra con tu padre y te saco de cada recurso que hoy te sostiene —dijo—. Y pasa que habrás probado lo único que te esfuerzas por probar: que cuando importa, huyes.

El filo de la frase cortó el aire. Nara apretó la servilleta; Eleanor dejó la copa. Jon miró a su hijo con un gesto que mezclaba advertencia y ruego.

—No lo pongas a prueba —dijo Jon, grave—. No esta vez.

—No lo pongo a prueba a él —replicó Nathan—. Te pongo a prueba a ti, Logan. A tu versión que desfiló sin tropezar. ¿Existe de verdad o fue una coincidencia irrepetible?

Logan apoyó las manos en la mesa, se inclinó apenas hacia Nathan. Habló sin subir el tono, pero con algo de fuego bajo la piel.

—Existe mi versión que no necesita que le marquen cada respiración —dijo—. Existe mi versión que decide qué hace con su cuerpo, con su tiempo, con su apellido.

—Tu apellido ya decidió por ti —respondió Nathan—. Y te sentó frente a mí. Lo demás es elección. Puedes convertir esta mesa en tu primer “no”… o en el lugar donde empiezas a construir algo que no puedas destruir en una curva.

—No necesito tus metáforas —escupió Logan—. Necesito que entiendas que no soy tu soldado.

—Eres mi responsabilidad mientras lleves mi marca —dijo Nathan, exacto—. Y bajo esa condición, sí: serás dirigido.

Nara intervino, la voz suave pero firme:

—Basta. —Miro a uno y a otro—. No era una trinchera, era una cena. Hoy salió bien. Mañana… ya veremos. Pero no ahora.

Hubo un segundo de respiro. Nathan retiró ligeramente la silla, enderezó el cubierto. Cuando habló, no había dureza añadida, solo el mismo hierro templado de siempre.

—Pasado mañana, siete en punto —dijo, mirándolo—. Si llegas, trabajaré por ti como trabajé por cada persona que viste triunfar hoy. Si no, no vuelvas a cruzar esa pasarela. Ni mi puerta.

Logan sostuvo la mirada. La rabia y la adrenalina se mezclaban con algo que no admitía en voz alta: el pulso de haber estado a la altura, aunque fuese por un tramo. Finalmente, asintió una sola vez, mínima.

—Veremos —dijo.

—Veremos —repitió Nathan.

El camarero entró con el postre y la conversación, como si nada, retrocedió un paso hacia la normalidad: Nara comentó un detalle del tejido, Eleanor preguntó por los tiempos de entrega, Jon pidió el informe financiero. Pero debajo, como un bajo continuo, quedó vibrando la misma nota: la línea exacta donde terminaba la celebración y empezaba la batalla.

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