Días después.
La oficina de Nathan Force se encontraba en un orden impecable, como si el mármol negro y las paredes cubiertas de cristales ahumados reflejaran el control absoluto que él ejercía sobre cada detalle de su imperio. El aire olía a cuero y a un leve aroma de whisky, ese que siempre lo acompañaba. El escritorio estaba preparado para la reunión: carpetas gruesas, el contrato ya revisado por los asistentes legales y tres copas de cristal servidas con un bourbon carísimo.
Nathan estaba de pie, rígido, con las manos en los bolsillos de su traje gris oscuro, la corbata perfectamente alineada. Junto a él, el abogado de la firma, un hombre mayor de cabello blanco y gafas de montura fina, hojeaba con seriedad las páginas del contrato. El murmullo de los papeles era el único sonido hasta que la puerta se abrió.
—Señor Force, el señor Nakamura ha llegado —anunció Collins, con su impecable profesionalismo.
—Hazlo pasar —dijo Nathan con una voz grave, aunque en sus ojos había un brillo