LÍA
Bajé del coche despacio, como si cada movimiento tuviera que ser calculado, porque me daba mucho nerviosismo terminar de nuevo con él, encerrada en una habitación de hotel, haciendo cosas pecadoras y deliciosas. Unas cosas deliciosas que no recordaba del todo y eso me ponía mal.
— Gracias por traerme, señor Keeland —. Dije, ajustándome la mochila al hombro, y bajando del auto, casi corriendo. Traté de huir de él como si se tratara de un acosador, solo que este acosador era uno que se me antojaba tener en mi cama.
Sin embargo, Dalton Keeland no dejaría terminar la noche ahí, porque también descendió, rodeó el auto y, sin decir palabra, me abrió la puerta principal del hotel como todo un caballero, uno de esos que te hacen olvidar que alguna vez juraste no volver a meter la pata.
— Tenemos una plática pendiente —. Madre mía, me miró con esa expresión suya que decía “prepárate para algo”.
— Señor Keeland, creo que no hace falta hablar del tema. Ya lo tenemos claro.
— Lía, al menos fue