LÍA
Las cosas con la rubia loca no estaban muy bien, que digamos. El mayor de mis problemas era que la lengua a veces se me iba diciendo cosas sin pensar.
Sí, me dio la sensación de que se había tirado a alguien, o se lo seguía tirando, para permanecer en ese puesto y en ese trabajo. O sea, jo**der, solo tenía que pensarlo, no gritarlo. Pero ahí va la Lía sin pelos en la lengua a decir estupideces en voz alta.
Si la mirada pudiera matar, yo estaría enterrada bajo tierra desde el momento en que el señor Keeland me dio la tarjeta de acceso total a su oficina. Había entrado a la sala de café del piso treinta y tres porque, sinceramente, necesitaba respirar, y ver si había un milagro para encontrar algún bocadillo que me quitara el hambre.
Aún sentía la energía pesada de los cuchicheos, y por más que Dalton me hubiera defendido, no dejaban de mirarme como si fuera una bomba a punto de estallar. Sin embargo, entrar a la sala del café del piso treinta y tres fue un error, pues no esperaba ve