LÍA
Por un segundo, sentí el golpe de las fotos como una anguila eléctrica perforar mi pecho. El mundo pareció detenerse; las voces, el aire acondicionado, incluso la luz del pasillo dejaron de existir. Sólo quedábamos yo, mi reflejo en la pantalla y la certeza de que, en ese instante, podía perderlo todo o salir más fuerte que nunca. Mi rostro en el escenario, las medias de red, la lentejuelas, la sonrisa pícara que usaba para retar a la vida. Era yo, sí, pero era un yo que pocos conocían. Y ahí estaba, expuesta frente a los dos hombres más peligrosos de la oficina. Uno porque era mi archienemigo declarado, el otro porque quería el fideicomiso de mi Dalton precioso.
Los miré, uno a uno, midiendo la distancia y, sobre todo, sus intenciones. Pude ver el brillo calculador en los ojos de Frías, como un buitre olfateando carroña, y la incomodidad creciente de Elías, incapaz de sostenerme la mirada. Quizá él, en el fondo, sabía que estaban cruzando una línea de la que ya no habría regreso.