El sonido de la puerta cerrándose detrás de ellos me devuelve a la realidad. El silencio que sigue es pesado, como una sábana de plomo que empeora cada respiro que intento dar. Me obligo a sostener la mirada en el pasillo, tratando de no ceder a la ráfaga de dolor que ataca mi pecho.
La respiración me late en las sienes; pero ahora mismo no es la verdad la que me quema; es la desilusión de haber esperado que mi voz fuera una fuerza, solo para descubrir que mi propio deseo de justicia ha sido usado como moneda en un juego de poder mucho más grande.
Camino un paso, luego otro, buscando un respiro que no llega. Cada pared parece escuchar mis pensamientos, cada eco de pasos en el pasillo me recuerda que la manada ya sabe de mi presencia, de mi vulnerabilidad, de mi necesidad de que Christian me proteja, aunque sin promesa de reciprocidad. Pero la revelación de esa fragilidad es también una advertencia: si sigo pidiendo ayuda sin negociar un límite claro, podría terminar pagando con mi auto