Había pasado exactamente un mes desde aquella noche en la que las palabras se convirtieron en cuchillas y el silencio en abismo. Pamela no volvió al penthouse de Cristhian desde entonces. Se refugió en su departamento, el mismo que alguna vez creyó haber dejado atrás. Y aunque el espacio era más pequeño, menos luminoso, ahora lo sentía suyo de nuevo. Allí, entre las cajas sin desempacar y los espejos cubiertos con sábanas, encontraba la paz que tanto necesitaba.
Durante ese tiempo, se volcó por completo en los últimos preparativos para la inauguración de Étoile, su escuela de ballet. No había espacio para el llanto ni la nostalgia. La danza volvía a ser su ancla, su oxígeno, su propósito.
—Todo está listo, Pam—susurró Theresa esa mañana, ajustando una última flor en la entrada principal del estudio—. Vas a brillar, como siempre.
Pamela sonrió. Aún con el corazón dividido, su mirada reflejaba determinación. Vestía un conjunto marfil de falda midi plisada y blusa cruzada, con el cabello