El murmullo del bosque parecía acunar la noche con una inquietante serenidad. Pamela, sentada frente a la chimenea de la cabaña escondida, sentía cómo el fuego parpadeaba al ritmo de sus pensamientos, como si cada llama encendiera un recuerdo que aún dolía.
Theresa dormía en la habitación contigua, agotada por el viaje y la tensión del día anterior. Pamela, en cambio, permanecía despierta. Su cuerpo pedía descanso, pero su alma seguía alerta, como si la amenaza que pendía sobre ella estuviera demasiado cerca para cerrar los ojos.
Tomó entre sus manos el colgante que llevaba oculto bajo la blusa: una pequeña pieza de oro en forma de lágrima, regalo de Cristhian en una de aquellas noches donde el deseo se entrelazaba con promesas mudas. Lo apretó con fuerza. No sabía si lo conservaba como escudo o como condena.
El sonido de una rama crujiendo afuera la sobresaltó. Se levantó de inmediato, acercándose a la ventana sin encender más luces. Apartó ligeramente la cortina. Nada. Solo la nebli