Olívia palideció. Por un instante creyó no haber oído bien. El estómago se le revolvió, la cabeza le dio vueltas. Tuvo que apoyarse en el costado del sillón para no perder el equilibrio.
— ¿Cómo dices? — susurró, con la voz casi inaudible.
Liam dio un paso hacia ella, pero mantuvo la expresión neutra, las manos en los bolsillos. Todo en él irradiaba control.
— El hijo que estás gestando es mío, Olívia.
Las palabras cayeron como una sentencia. Ella parpadeó rápido, el cerebro intentando procesar lo que acababa de oír. Se le escapó una risa breve, nerviosa; al mismo tiempo, las lágrimas le corrían por el rostro. Reía y lloraba en un mismo gesto.
— Espera… — respiró hondo, con la voz quebrada—. ¿Me estás diciendo que el hombre de aquella noche eras tú?
— Sí — confirmó, con voz baja y controlada—. Si no fuera así, no estarías aquí. Basta de infantilidades. Tenemos que hablar.
La palabra “hablar” despertó en ella una rabia acumulada durante días. La mano le tembló, el pecho se le agitó. Si