América estaba en lo que solía ser su habitación. Bárbara la había recibido con tanto cariño que, por un instante, se sintió culpable de no haber ido antes. Cuando entró a la casa, la envolvieron besos y abrazos; luego compartieron una taza de té, almorzaron juntas y, para sorpresa de América, Bárbara le regaló un vestido. Insistió en que se lo probara.
Y para complacerla, allí estaba, frente al espejo, enfundada en un vestido rojo intenso —su color favorito— que abrazaba su figura con un corte provocativo. Se miró con cierta mezcla de vergüenza y placer. Era atrevido, sí… pero le gustaba.
Decidió bajar a la sala para mostrárselo a Bárbara. Mientras descendía por las escaleras, el corazón comenzó a latirle con fuerza. Apenas llegó al lobby, su sonrisa se congeló al ver quiénes estaban allí.
Nathan. Vladimir. Y Bárbara.
La tensión se sentía como un hilo afilado en el aire. Nathan tenía el rostro endurecido, la mandíbula tensa. Vladimir, más reservado, apenas la miraba. Bárbara jugaba c