Bárbara no podía precisar el momento exacto en que cayó tan hondo. Quizá fue con la primera deuda, con el primer préstamo desesperado, o con el primer lujo que no podía permitirse. Lo único claro ahora era que su estilo de vida —lleno de cócteles, clubes exclusivos y ropa de diseñador— se sostenía sobre una cuerda floja. Y esa cuerda tenía nombre: América.
Su hija. Su salvación.
O, mejor dicho, el sacrificio necesario.
Aquella tarde, iba de camino a la mansión de Vladimir con un nudo en la garganta y otro en la conciencia, si es que aún le quedaba algo de eso. El aire dentro del auto era denso, cargado del perfume costoso que usaba para ocultar la ansiedad que le sudaba por cada poro. Llevaba consigo una noticia peligrosa, una traición. No solo le informaría a su viejo amigo que no cumpliría con el trato… sino que le confesaría que había entregado a América a otro.
Y eso, tratándose de Vladimir, podía costarle la vida.
—Hola —saludó al entrar en la casa con la frente alta, como si no tuviera nada que esconder—. Tengo una cita con el señor Vladimir —le dijo a la muchacha del servicio.
—Claro —respondió ella con una sonrisa profesional—. La espera en el despacho. ¿Desea algo para tomar?
—Agua —contestó Bárbara sin pensarlo. La garganta se le había secado por completo.
Subió con paso seguro, como si no fuera a enfrentar al diablo en persona. Entró sin tocar, como siempre lo hacía, confiada de que la familiaridad la protegía.
—Llegas tarde —dijo Vladimir, sin levantar la vista. Tenía un vaso de whisky en la mano y la mirada fija en el fuego de la chimenea—. No te quedes ahí parada.
Ella tomó asiento y suspiró, buscando fuerzas donde ya no quedaban.
—Dime lo que vienes a decir —continuó él con voz grave—. Sin rodeos.
—Oliver encontró a alguien más. Un comprador que ofreció más por América. Me opuse, pero sabes que lo que hacemos no tiene defensa. No me dejó opción.
El silencio que siguió fue espeso, casi líquido. Bárbara sintió cómo le temblaban los dedos. Vladimir no era alguien que se pudiera leer fácilmente. Su rostro era una máscara perfecta de serenidad. Pero debajo... Bárbara sabía que él era puro acero, fuego y veneno.
—Bárbara... —dijo finalmente, con la voz tan baja que apenas se oía—. Sabes que cuando quiero algo, ya lo considero mío. Te di más de la mitad del dinero. No habrá reembolso.
Se terminó el whisky y se sirvió otro, con movimientos lentos, casi ceremoniales.
En ese momento, la joven del servicio apareció con el vaso de agua. Bárbara lo recibió y bebió de un solo trago, como si el líquido pudiera lavar la culpa o calmar el miedo.
—Mira —dijo, dejando el vaso vacío sobre la mesa—. Tengo un trato nuevo. Uno que nos conviene a los dos.
Vladimir levantó la mirada. Había furia en sus ojos, sí, pero también curiosidad. Conocía a Bárbara. Sabía que nunca hablaba sin una jugada bajo la manga.
—Habla.
—Oliver cerró trato con un amigo. América se casará con él. Pero él prometió respetarla hasta que se sienta preparada. Le dará estudios, libertad... será fácil secuestrarla. Tú tomas lo que es tuyo, se la devolvemos y yo tengo mi dinero. El esposo no dirá nada, y tú... tú tendrás lo que tanto deseas. Solo necesito que me des el resto del dinero.
Vladimir soltó una carcajada. Era áspera, hueca, peligrosa.
—Me sorprendes —dijo, admirándola con una mueca torcida—. Pero estos son negocios. Y en los negocios no hay amigos. Una virginidad robada vale menos. Tendré que pagar para que la secuestren. Acepto... pero si ahí acaba todo, no esperes más dinero.
Bárbara se inclinó hacia adelante, con una sonrisa que apenas ocultaba su ambición.
—¿Y si te la entrego yo misma? Te la pongo en bandeja de plata. Viene a mi casa, tú entras con el rostro cubierto, tomas lo que es tuyo... y desapareces.
Vladimir negó con la cabeza. Su expresión se volvió más oscura.
—No. Nos descubrirían. Oliver nos mataría. Y no te pagué solo por la virginidad. Te pagué porque ella sería mía legalmente. Se casaría conmigo. Sabía que podría divorciarse a los veintidós, pero antes de eso... sería mía cada maldita noche.
—¿Entonces? —preguntó Bárbara, sin dejar de observarlo.
Vladimir se levantó, fue hasta el mueble bar, y sirvió dos tragos más. Le pasó uno a ella y sostuvo el suyo como si fuera una decisión en forma líquida.
—La secuestraré a la salida de la escuela. La haré mía... hasta que me harte de su cuerpo. Luego la mato. Si vive, me denunciará, por ello debe morir. No la tomaré con el rostro cubierto, quiero que me vea a la cara, mientras acabo dentro de ella.
Bárbara se quedó en silencio. No por conmoción, sino por cálculo. No le importaba demasiado la vida de América, pero... le tenía cierto aprecio. A su manera. Y más importante aún: estaba Oliver. Él sí sufriría. Y eso, Bárbara no lo permitiría.
—No —dijo finalmente, con una frialdad que sorprendió hasta a Vladimir—. Aquí nadie va a morir. Te la entrego en mi casa. Irás encapuchado. Ella sabrá que fuiste tú, pero los convenceré de no denunciar. Si lo hacen, tú podrías alegar que la compraste. Y eso nos hunde a todos. Oliver incluido. El nuevo comprador no puede hablar, porque comprar personas también es delito.
Vladimir sopesó sus palabras. Luego asintió lentamente.
—Está bien. Pero no me pidas más dinero. ¿Cuándo me entregas la carne fresca?
La expresión le revolvió el estómago incluso a Bárbara. Pero se mantuvo firme.
—No sé la fecha exacta de la boda, pero será pronto. En menos de un mes. Luego, tres meses para que baje la guardia. América acaba de cumplir diecinueve. Tenemos tiempo. El nuevo comprador acordó esperar hasta que ella quiera o cumpla veintidós. Tiene principios.
—Principios —repitió Vladimir con una sonrisa burlesca, haciendo comillas con los dedos—. Eso es para los débiles. Me alegra hacer negocios contigo, Bárbara.
Brindaron. Tragos amargos. Tratos aún más amargos.
Cuando Bárbara se marchó, lo hizo con una sonrisa pegada al rostro. Iba sola en el auto, pero se sentía acompañada por la sombra de su propio poder. Una parte de ella aún sabía que lo que hacía era monstruoso. Pero otra... otra disfrutaba la victoria.
¿Quién contra ella?
Nadie.