El día transcurría lentamente en la mansión Arriaga. Isabela había pasado la mayor parte de la mañana en el jardín, podando unas rosas con la ayuda de una de las mucamas. Aunque intentaba mantenerse ocupada, su mente seguía regresando a la propuesta de Grupo Altamirano y lo que significaría aceptarla. Era una decisión importante, pero también arriesgada.
Desde una de las ventanas del despacho, Leonardo la observaba en silencio. Había algo en Isabela que lo tenía inquieto últimamente. Sus movimientos, sus expresiones, incluso su forma de vestir, todo parecía haber cambiado desde que llegó a la mansión. Había pasado de ser una mujer tímida e insegura a alguien que, aunque todavía dulce y reservada, comenzaba a mostrar un inesperado temple.
Y luego estaba el beso.
Ese recuerdo, tan vívido en su mente, lo asaltaba cada vez que la veía. La suavidad de sus labios, el modo en que se habían mirado después, como si el mundo se hubiese detenido. Leonardo cerró los ojos con frustración. No había