La mansión Arriaga, habitada por el silencio de la noche, parecía más grande que nunca. Leonardo se encontraba solo en su despacho, donde el aire estaba cargado de una tensión que no podía disiparse. Había tomado una decisión, una que lo haría alejarse de todo lo que lo estaba perturbando, de todo lo que lo mantenía atrapado en una espiral de dudas y emociones que no lograba controlar.
A través de la ventana, miraba la ciudad iluminada a lo lejos, pero su mente estaba lejos de todo eso. No podía dejar de pensar en Isabela, en cómo se sentía cada vez más inquieto por ella, en cómo su presencia lo afectaba de maneras que no había previsto. La imagen de su esposa, de su beso, lo perseguía constantemente, y eso no podía seguir siendo así. Necesitaba un respiro, alejarse de la fuente de su agitación.
Respiró profundamente y, con un suspiro de frustración, tomó el teléfono que descansaba sobre su escritorio. Era el único recurso que tenía para tratar de calmarse, para huir de la situación.