El viento susurraba entre las ramas mientras Aisha avanzaba con cautela por el bosque. Las sombras se retorcían a su alrededor, el aire olía a tierra húmeda y sangre, y el eco de los gruñidos de las criaturas resonaba en la noche. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando sintió la tibieza de su propia sangre goteando sobre la hierba. Las bestias la seguían, atraídas como polillas a la llama.
Sus manos, ensangrentadas hasta los codos, temblaban por el esfuerzo.
Su respiración era un compás irregular, pero su mirada, feroz, se clavaba en las siluetas deformadas que avanzaban. Con un último grito de guerra, lanzó su espada. La hoja cortó el aire y partió en dos a la última bestia que se abalanzaba sobre ella. La sangre oscura manchó su rostro y