83. EL ENGAÑO
DUNCAN
La estupidez es ruidosa. Siempre lo ha sido. Como un zumbido persistente en el oído de quien no tiene tiempo para la mediocridad.
—Eres patético. No has hecho más que perder, ¿dónde está lo que nos prometiste? —grita Rolando, escupiendo veneno en cada palabra.
Lo observo, al principio con aburrimiento. Es un espectáculo patético. Su desesperación lo hace más feo, más vulgar. Me pregunto si alguna vez fue un lobo digno. Quizá no. Quizá siempre fue solo un perro hambriento, esperando que alguien más le diga dónde morder.
—No sacrificaré uno solo de mis hombres hasta que no nos des por lo menos una de las cosas que nos prometiste —añade, elevando la voz, como si al gritar ganara estatura.
Se mueve hacia mí como si fuera una amenaza.
Antes de que termine de acercarse, ya lo tengo contra la pared, mi mano cerrada en su cuello, apretando sin esfuerzo. Siento cómo su piel cede bajo mi palma, cómo su vena carótida palpita con fuerza inútil. Casi puedo escuchar el ritmo acelerado de su