Al ingresar en su cabaña, Natalie sintió que el aire se volvía denso, casi irrespirable, era como si las palabras de Malakai hubieran dejado una huella imborrable en su ser, una marca de desprecio que arañaba su corazón, y que amenazaba con matarla, por lo que ante la falta de fuerza, se apoyó contra la puerta cerrada, intentando encontrar consuelo en la solidez de la madera bajo sus dedos temblorosos, pero el dolor era demasiado profundo, demasiado brutal, y no lo comprendía, no sabía cómo tomar todo aquello que le estaba sucediendo.
Las lágrimas comenzaron a brotar sin control, deslizando su tristeza y frustración por sus mejillas, sentía como si cada sollozo rasgara su alma, y por más que intentaba contenerse, el llanto la envolvía, arrastrándola hacia un abismo de desesperación, sentía que cada lágrima era una condena a su incapacidad de escoger bien, cada gemido una sentencia a su propio destino, a las decisiones que parecían siempre llevarla por caminos tortuosos, malos hombres