—Sol... detente y no me hagas perder la maldita paciencia. Si yo no te defiendo, ¿quién diablos esperas que lo haga? Yo soy el hombre en esta relación, no tú. Cállate y déjame hacer lo que me corresponde —le dije furioso.
—Es que no entiendes nunca. No me importa que me defiendas, pero hacer esa estupidez con una señora que simplemente está desquiciada delante de los demás... tienes que aprender a controlar tus emociones. No puedes resolver todo a plomazos y golpes. —
La agarré duro por ambos brazos, acercándome a su cara con dureza, y le grité:
—¡NO ME IMPORTA, SOL! QUE SE VAYAN AL DIABLO TODOS—
Ella se asustó. Le grité demasiado fuerte y la sacudí con violencia, olvidando que es mi mujer preñada.
Entrecerré los ojos y suspiré.
—Sabes muy bien que con la única que tengo misericordia es contigo... ¿y me vienes a reclamar que debo controlar mis malditas emociones cuando veo a una puta anciana de mierda tratarte como si fueras la escoria más grande del mundo? ¡No! ¡NO CONTROLARÉ NI UNA