Capítulo 18 — El lago congelado
La mañana amaneció clara y fría, con un sol tímido que apenas lograba atravesar la neblina matinal. En la mesa del desayuno, Virginia compartía en silencio la primera comida del día con el conde. El ambiente estaba tranquilo; las chimeneas crepitaban suavemente, y la plata relucía bajo la tenue luz.
El conde, que ya había hojeado algunos documentos traídos por su mayordomo, levantó la mirada hacia ella con un gesto casi paternal.
—Virginia —dijo con calma, acomodando sus gafas sobre la mesa—, debo ausentarme por dos o tres días. Han surgido ciertos problemas con unos arrendatarios en las tierras del norte, y es necesario que los atienda personalmente.
Ella asintió con respeto, aunque por dentro sintió un ligero sobresalto. Estaba empezando a habituarse a la presencia del conde, a esa seguridad silenciosa que irradiaba, y la idea de quedarse sola en la casa le causaba cierta aprensión.
—Entiendo —respondió—. ¿Desea que le prepare algo para su viaje?
El c